Padre Mario Arroyo Martínez
Para presentar la batalla cultural de la castidad, la gran pregunta es ¿cómo? Ante la vehemencia, fuerza y prepotencia del hedonismo cultural imperante uno podría tener la sensación de ser un prófugo, un desterrado, un inadaptado socialmente, un paria. Parece tratarse de una guerra perdida de antemano, de una causa difícil y desesperada condenada a lo más a ofrecer una desabrida resistencia, sin demasiada esperanza.
Una de las realidades más reconfortantes de la existencia humana es la certeza, la seguridad de saberse perdonados. Es verdad que previo a esta experiencia, o como su condición de posibilidad se necesita reconocer la culpa, lo que no es tan fácil. Solo quien reconoce la culpa es capaz de pedir perdón, y el perdón más pleno, más profundo, que implica acoger y levantar desde dentro a la persona puede ofrecerlo solo Dios.
A Juan Pablo II le gustaba definirse como un “testigo de la esperanza”. No es descabellado pensar que Benedicto XVI ha decidido beatificarlo este año precisamente para dar una fuerte inyección de esperanza a la Iglesia y a través de ella al mundo.
¿Por qué celebrar la venida de Dios al mundo cuando de repente ya no lo necesitamos, no nos hace falta?, ¿qué significado puede tomar la Navidad para una sociedad que comienza a considerar a Dios como algo superfluo?, ¿qué contenido tiene en consecuencia la celebración de la Navidad?, ¿no sería más auténtico suprimirla o por lo menos cambiar su significado?
Ilusión. La Navidad es un momento de ilusión en medio del fragor de nuestra vida. Por ello los niños son los principales protagonistas de la Navidad, aquellos que la esperan con más ansias, los que la viven intensamente. Ahora bien, para que la ilusión no sea vana o meramente simbólica, debe tener un fundamento. La fe nos lo proporciona: Dios se ha hecho hombre, más aún se ha hecho Niño, y solo lo descubren los de corazón sencillo, como los niños.
En su reciente exhortación apostólica “Verbum Domini” el Papa reflexiona sobre la profunda relación existente entre la Sagrada Escritura y la vida de los santos. Hace notar que son precisamente ellos quienes realmente han comprendido la Biblia porque la han “vivido”. En efecto, la Palabra de Dios es viva y tiene que hacerse vida, encarnarse en la existencia de los hombres concretos: eso es lo que han hecho los santos, es más, eso es lo que los ha hecho santos.
El fiel que se sabe miembro de la Iglesia descubre la profundidad de su vocación, y es consciente que de una forma misteriosa no vive su propia vida en soledad, sino que se sabe acompañado y en armonía con toda una sinfonía que alaba y da culto a Dios. No se queda esta experiencia en un simple saber teórico, sino que impregna toda la existencia hasta el punto de sentirse parte de esa alabanza que por toda la eternidad tributan los santos a Dios.