Padre Mario Arroyo Martínez
Contra lo que a veces pudiera parecer, la historia está plagada de “buenos samaritanos”, la mayor parte de ellos anónimos. Según la conocida parábola del Señor, se llama “buen samaritano” a aquella persona que procura hacer el bien desinteresadamente, particularmente si le supone un sacrificio especial hacerlo, o de alguna manera se excede en su realización. Si además no llama a las cámaras para levantar acta del hecho, o no pide nada a cambio, estamos delante de un auténtico “buen samaritano”.
Dice la leyenda española que el Cid ganaba batallas incluso después de muerto; análogamente podemos afirmar que Karol Wojtyla –y no es una leyenda, es la realidad- ha ganado batallas, la mediática entre otras, después de muerto: el maravilloso espectáculo del millón y medio de personas que acudió a la ceremonia de su beatificación y los muchos millones que la siguieron a través de los medios de comunicación lo demuestran.
La beatificación de Juan Pablo II es mucho más que “el suceso de la semana”, del mes o del año. No ha dejado indiferente a católicos, no católicos y anti-católicos.
Hace poco más de un mes (8 de marzo de 2011) los Senadores de nuestro país aprobaron una ley con nombre “bonito” y contenido “ambiguo”, lo que equivale a decir: “peligroso”. ¿Quién no está dispuesto a enarbolar una ley que defiende expresamente los derechos humanos? El problema está en definir cuáles derechos son los derechos humanos. Si no se especifica cuáles son, el margen interpretativo de la ley es fácilmente manipulable. Podría decirse que sí está especificado: aquellos que son reconocidos por los tratados internacionales.
En su reciente libro Luz del mundo Benedicto XVI diecinueve ocasiones utiliza la palabra “alegría”. No parece que se trate de una simple casualidad, sino que el contexto y la relevancia que adquiere el término sugieren que se trata de un aspecto medular de la fe y de la existencia cristiana sana: la vivencia profunda de la fe católica es inseparable de la auténtica alegría.
La modernidad ha exaltado la conciencia, descubriendo en ella el “sagrario del hombre”, el baluarte de su dignidad y la garantía de su libertad. El valor inconmensurable del individuo descansa en gran medida en su conciencia y ahí se percibe la grandeza de la persona humana y su libertad. Conciencia y libertad están mutuamente implicadas, cabe sin embargo la pregunta, ¿verdad y conciencia también lo están?