Ilusión. La Navidad es un momento de ilusión en medio del fragor de nuestra vida. Por ello los niños son los principales protagonistas de la Navidad, aquellos que la esperan con más ansias, los que la viven intensamente. Ahora bien, para que la ilusión no sea vana o meramente simbólica, debe tener un fundamento. La fe nos lo proporciona: Dios se ha hecho hombre, más aún se ha hecho Niño, y solo lo descubren los de corazón sencillo, como los niños. El cimiento profundo de esa ilusión es la conciencia de que el hombre no está solo en el mundo, no ha sido arrojado a la existencia, condenado a ser libre y a navegar en medio del sin-sentido. La Navidad nos recuerda que la historia tiene un sentido: tuvo un comienzo, alcanzó la “plenitud de los tiempos” con la venida de Jesús, y tendrá un final con su segunda venida.
La ilusión y por ello la Navidad, son altamente necesarias para el hombre de hoy, amenazado por la tentación de construir un mundo carente de ilusiones, resignado, donde ya no hay nada que hacer, ni nada nuevo que inventar. El fantasma de la desesperanza ronda entonces los corazones, y no en vano: el triste espectáculo de la violencia prepotente, o de la injusticia escandalosa y cotidiana casi obligan a caer en el pesimismo. Así sería si el hombre estuviera condenado solo a escribir su historia; gracias a Dios la historia profana se entremezcla y entreteje con la historia de la salvación, y la Navidad es el momento en el cual celebramos que Dios irrumpe en esa historia, encauzando su sentido. No en vano el tiempo suele dividirse en “antes de Cristo” y “después de Cristo”, aunque algunos fantoches secularistas prefieran la expresión “de nuestra era”.
La ilusión en cambio produce la alegría, se aligera así el caminar terreno, y se hace posible “el verdadero crecimiento humano” (Julián Marías). Por eso la Navidad es la fiesta de la alegría, y nos muestra, como no se ha cansado de repetir Benedicto XVI desde el inicio de su pontificado que “quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. … Él no quita nada, y lo da todo”. En efecto, Dios no es un envidioso, celoso del hombre –como temen algunos-, sino aquel que lo libra de sí mismo y le permite alcanzar su plenitud: eso es lo que celebramos en la Navidad y lo que nos permite vivir con ilusión “realización anticipada de nuestros deseos y proyectos” (Yepes).
Pero hay que dejar entrar a Cristo, hay que “darle posada”, principalmente en la familia. Esta segunda dimensión navideña es esencial: el ámbito familiar es básico para que el hombre pueda alcanzar la felicidad, es el clima donde se forjan las ilusiones, que no deben ser egoístas proyectos personales, sino caminos hacia la comunión. La Navidad es la fiesta de la familia y de la comunión por excelencia. Las familias necesitan de la navidad para unirse, para perdonarse, para redescubrirse y recomenzar. La navidad necesita de la familia: nada más triste que una navidad en soledad; es precisamente en estas fiestas cuando las personas solas sufren más acuciadamente. Por eso, la dimensión familiar se completa con la caridad: una obra de caridad nada despreciable es acompañar al que está solo; a su vez, la familia puede encontrar en el ejercicio de las obras de caridad el medio para trascenderse, curar sus heridas y proyectar su fecundidad a la entera sociedad. Empobrecer la Navidad es empobrecer la familia, debilitar la familia es debilitar el contenido de la celebración navideña y uno de sus frutos más valiosos.
La tercera clave navideña –implícita en las dos precedentes- es la fe. En efecto, la fe permea toda auténtica celebración navideña; sin fe no se entiende que celebramos, si acaso el comerciante celebra que aumentó sus ventas, pero poco más. No sobra recordarlo, desgraciadamente en muchas celebraciones el gran ausente es el celebrado: Cristo. La Navidad es una fiesta de fe, nos recuerda que junto a la dimensión natural en la que vivimos inmersos, existe también otra dimensión sobrenatural, que no es menos real. Celebramos en consecuencia la realidad sobrenatural; es la fiesta del alma, y en el cuerpo redunda la alegría interior, más profunda, que viene del alma y su comunión con Dios. Por eso la Navidad es ocasión privilegiada para reconciliarse con Dios y comulgar. Una buena confesión y una sentida comunión son dos de las mejores formas de vivir y celebrar la Navidad.