A Juan Pablo II le gustaba definirse como un “testigo de la esperanza”. No es descabellado pensar que Benedicto XVI ha decidido beatificarlo este año precisamente para dar una fuerte inyección de esperanza a la Iglesia y a través de ella al mundo.
Muchas personas han coronado la santidad, pero sólo a unas cuantas se les ha reconocido públicamente por la notoriedad de su vida y el ejemplo que han dejado. Estas personas, consideradas por sus coetáneos como santas han debido superar un proceso que certifique la creencia común. Originalmente no existía tal proceso, era la vox populi la que daba origen a la veneración, frecuentemente sobre la base de un martirio cierto (así fue durante los primeros siglos del cristianismo). En el caso de Juan Pablo II todos recordamos las pancartas que espontáneamente pedían lo que era el querer de todos los católicos: “santo súbito” (santo inmediatamente). El Papa dispensó del tiempo requerido para poder iniciar el proceso, ante el coro unánime de la Iglesia que proclamaba santo a su pastor.
El fundamento de la beatificación descansa en la fama de santidad que tiene una persona entre los fieles junto con los milagros que se obran por su intercesión. El proceso va ordenado a certificar esa fama: la rectitud de vida y de doctrina con base en el estudio de sus escritos y la interrogación de los testigos; también a constatar la realidad de los milagros, es decir, la ausencia de una explicación humana-científica para determinados sucesos, generalmente de tipo médico, que han acaecido después de acudir a la persona que se considera santa. La declaración de la santidad reclama por tanto la voz del pueblo, que aclama a una persona como santa; la voz de la jerarquía, que realiza la investigación competente e implora el auxilio divino para certificar la santidad; la voz de Dios, que se concreta en el milagro.
La beatificación constituye un acto libre del Papa que no está determinado necesariamente por los resultados del procedimiento. El proceso es sólo un modo del que el Pontífice se sirve para formarse un juicio, de tener certeza moral, pero además debe discernir la “voluntad de Dios” al respecto, lo que constituye un acto de otro orden, no es simple resultado de un estudio humano, sino que incluye el discernimiento de una específica voluntad divina. En el caso presente no podría ser más oportuna la beatificación.
Cabe decir que la beatificación no es el final del camino. Es el paso previo a la canonización, o declaración efectiva de santidad, que exige asentimiento dogmático –es cuestión de fe, porque vincula la infalibilidad papal- en el fiel. Para llegar a ella se precisa un nuevo milagro convenientemente comprobado y que de nuevo el Pontífice discierna la voluntad de Dios, es decir, la oportunidad de realizar la canonización. En la beatificación el culto tributado al santo no es de toda la Iglesia, sino que se circunscribe a un territorio, ordinariamente donde vivió el beato, o los lugares que se beneficiaron más directamente de su vida. Se puede pedir una dispensa especial para abrir centros de culto en otros lugares, y presumiblemente eso sucederá con Juan Pablo II, porque no solo Polonia y Roma se beneficiaron de su testimonio, sino la humanidad entera.
Es altamente significativo que el Papa sea beatificado el domingo de la Divina Misericordia (1 de mayo en este año), seis años después de aquellas vísperas de la Divina Misericordia, cuando dejó este mundo para ir a la casa del Padre. Podemos pensar que la Providencia a través de la decisión de Benedicto XVI quiere hacernos considerar que la vida de Juan Pablo II es una manifestación de la Misericordia de Dios con los hombres –toda santidad lo es-, Misericordia que quiere llenarnos de esperanza en medio de un mundo que amenaza fuertemente con arrebatárnosla. Por ello la beatificación del “Testigo de la Esperanza” en el “Domingo de la Misericordia” nos invita a saborear el amor misericordioso de Dios por su Iglesia y la humanidad entera, y por tanto a llenarnos de esperanza. Acudamos a la intercesión del próximo beato para que nosotros también seamos instrumentos de la Misericordia divina y sepamos transmitir esperanza en este desesperanzado mundo.