El fiel que se sabe miembro de la Iglesia descubre la profundidad de su vocación, y es consciente que de una forma misteriosa no vive su propia vida en soledad, sino que se sabe acompañado y en armonía con toda una sinfonía que alaba y da culto a Dios. No se queda esta experiencia en un simple saber teórico, sino que impregna toda la existencia hasta el punto de sentirse parte de esa alabanza que por toda la eternidad tributan los santos a Dios. Un modo particular de “sentir” esta experiencia es “vivir” la liturgia, porque nos metemos así misteriosamente en el “palpitar vivo” del Cuerpo Místico de Cristo, de la Esposa del Cordero.
La maravillosa profundidad de la fe nos abisma en la hondura del misterio de Dios sin sacarnos de nuestra vida corriente, sin hacer que tengamos “la cabeza en las nubes”, sino todo lo contrario: con los pies firmes en la tierra oteamos en el horizonte la trascendencia del cielo, y descubrimos así la riqueza y la esperanza que empapan nuestro caminar terreno. Para eso uno debe “aprender” a vivir en comunión con toda la Iglesia, y eso no se reduce a la Iglesia visible, sino que incluye también a la que nos precede, y ¡asómbrate!, a la que vendrá más adelante. Ese es precisamente el fin de la liturgia.
Vivir la celebración litúrgica va más allá de una simple repetición cíclica de gestos y ritos, mucho más allá de la mera instrucción sobre el sentido de los signos o los colores utilizados en las celebraciones –lo que no es banal tampoco-, es entrar en comunión con un concierto de alabanza al Creador que supera espacio y tiempo, mientras se revive interiormente el misterio de Cristo, configurado por los hitos que marcan la historia de la salvación.
En el adviento –uno de los tiempos fuertes, es decir penitenciales de la liturgia- revivimos la ansiosa, la gozosa espera del Mesías por parte del pueblo de Israel, y encarnamos la profunda expectación de la Iglesia por la segunda venida de Cristo, cuando venga en poder y gloria a juzgar al mundo y a instaurar por fin un reino de justicia y de paz. Esa justicia y esa paz que tanto anhelamos y que nunca vemos plenamente realizada en este mundo y en nuestras vidas, intuimos que solo Cristo nos la puede dar: por eso la espera es urgente, ansiosa pero serena y alegre. El adviento es un tiempo penitencial, pero alegre, porque nos colma la seguridad de que si bien no ha venido todavía (me refiero a la segunda venida, la primera, obviamente se da por descontada), finalmente vendrá nuestro Redentor y enjugará todas nuestras lagrimas, nos colmará de consuelo y de paz.
San Bernardo en uno de los sermones dedicados al adviento habla de una triple venida de Jesucristo: la primera en la humildad de nuestra carne en Belén, la segunda en poder y majestad al final de los tiempos, pero incluye una tercera, en silencio y esperanza en el fondo del alma. Cuando luchamos por vivir bien el tiempo de adviento se verifica esa venida de Jesús al interior de nuestro corazón. Nuestra alma que si bien es pobre como el portal de Belén, se satura con la alegría de la presencia de todo un Dios Omnipotente que no desdeña tan humilde morada. Ahí radica en gran medida la grandeza del cristiano y de la Iglesia: en que a pesar de nuestra pobreza y poquedad somos portadores de Dios: Jesús colma nuestra existencia y a nosotros nos toca colmar el mundo con su presencia a través de nuestras vidas. Ahí comparece patente nuestra miseria y nuestra grandeza.
Por eso el adviento es tiempo de esperanza; de alguna manera sintetiza la esperanza de Israel por su Mesías y la esperanza de la Iglesia por la segunda venida de Cristo, a liberarla de la presión y la persecución a la que se ve sometida en este mundo. Al palpar nuestra limitación, al tocar día a día el mal y el dolor en el mundo, no nos queda sino mirar hacia adelante, esperando gozosos esa venida del Jesucristo, con la seguridad de que vendrá y de que ya gozamos de sus primicias, sobre todo a través de la Escritura y los sacramentos de la Iglesia.