En su reciente exhortación apostólica “Verbum Domini” el Papa reflexiona sobre la profunda relación existente entre la Sagrada Escritura y la vida de los santos. Hace notar que son precisamente ellos quienes realmente han comprendido la Biblia porque la han “vivido”. En efecto, la Palabra de Dios es viva y tiene que hacerse vida, encarnarse en la existencia de los hombres concretos: eso es lo que han hecho los santos, es más, eso es lo que los ha hecho santos. Son sencillamente hombres comunes –como nosotros- que se han dejado empapar, impregnar por la Palabra de Dios, de forma que más que aprendérsela de memoria –lo que no es necesario- la han hecho parte de su vida, carne de su carne. En ellos la Palabra de Dios ha mostrado su poder, su capacidad transformadora capaz de tomar la débil naturaleza humana –barro de la tierra- haciéndola capaz de dar gloria a Dios.
No es nueva esta consideración del Pontífice; ya en su libro “Jesús de Nazaret” hacía notar como los santos son los verdaderos intérpretes de la Escritura, y ponía como ejemplo a San Francisco de Asís y su modo concreto de encarnar la pobreza evangélica. Sin embargo el presente documento, además de tratarse de un texto propiamente magisterial –enseñanza oficial de la Iglesia- le dedica un entero epígrafe. El Papa observa que “la interpretación más profunda de la Escritura proviene precisamente de los que se han dejado plasmar por la Palabra de Dios a través de la escucha, la lectura y la meditación asidua”. De hecho todo el texto es una invitación a dejarse poseer por la Palabra de Dios, más que aprendérsela de memoria o repetirla como merolico: no puede ser de otra manera si se quiere vivir en plenitud la fe de la Iglesia
Es en la vida real, cotidiana, donde se manifiesta o no si una persona vive conforme a la Palabra de Dios. Lo expresa sintéticamente el punto n. 2 de “Camino” (San Josemaría): “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo”. Es en nuestra vida donde la Palabra de Dios muestra sus virtualidades. El mismo San Pablo lo expresa poéticamente en la Segunda carta a los Corintios (3, 2-3): “Nuestra carta sois vosotros mismos, escrita en nuestros corazones, conocida y leída de todos los hombres, pues es notorio que sois carta de Cristo… escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de corazones de carne”. Eso son los santos, aquellos que tienen impresa la palabra de Dios en su corazón y la expresan con la vida.
Ahí se descubre además un profundo vínculo entre Escritura y Tradición. En efecto, la Revelación está terminada: no hay nada más que agregar, culmina con la muerte del último de los apóstoles. Sin embargo, la comprensión de esa revelación es progresiva: va creciendo con el pasar de los siglos, principalmente a través de la vida de la Iglesia, cuyos representantes más insignes son precisamente los santos. Ellos le han dado colorido y profundidad nueva a la Palabra de Dios, mostrando así que no es letra muerta del pasado, libro de historia, sino vida y fuente de vida. La Tradición, la vida de la Iglesia alcanza cada vez una mayor comprensión de la Escritura no sólo por medio de la exégesis, también –me atrevería a afirmar que principalmente- a través de la vida de los santos.
Por eso “no es una casualidad que las grandes espiritualidades que han marcado la historia de la Iglesia hayan surgido de una explícita referencia a la Escritura”. Las conversiones, profundizaciones, vueltas a los orígenes o descubrimientos que han renovado la Iglesia tienen su lugar en la misteriosa confluencia entre Escritura y la vida y el mensaje de algún santo que la encarna: “Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios. Así, pensemos en san Ignacio de Loyola y su búsqueda de la verdad y en el discernimiento espiritual; en san Juan Bosco y su pasión por la educación de los jóvenes; en san Juan María Vianney y su conciencia de la grandeza del sacerdocio como don y tarea; en san Pío de Pietralcina y su ser instrumento de la misericordia divina; en san Josemaría Escrivá y su predicación sobre la llamada universal a la santidad; en la beata Teresa de Calcuta, misionera de la caridad de Dios para con los últimos”. Oponer la Escritura a los santos es no entenderla: existe precisamente para suscitar la santidad, para hacernos santos a nosotros. Solo si somos santos la hemos vivido y comprendido en plenitud.