Para presentar la batalla cultural de la castidad, la gran pregunta es ¿cómo? Ante la vehemencia, fuerza y prepotencia del hedonismo cultural imperante uno podría tener la sensación de ser un prófugo, un desterrado, un inadaptado socialmente, un paria. Parece tratarse de una guerra perdida de antemano, de una causa difícil y desesperada condenada a lo más a ofrecer una desabrida resistencia, sin demasiada esperanza.
Más aguda es dicha percepción, porque por la naturaleza propia del desorden sexual, no se puede plantear cómodamente la batalla. Es decir, no se parte de una posición firme, estable, segura. El enemigo está dentro de uno mismo: la batalla cultural es al mismo tiempo una lucha intestina, una guerra civil, donde el protagonista es el primero que siente los estragos del desorden consigo mismo. Pero, precisamente por ello, donde está el peligro, ahí está la salvación: es justamente la certeza de no saberse impecable, sino pecador e inclinado al pecado, lo que permite plantear bien la estrategia. Es una batalla que paradójicamente se plantea bien huyendo, tomando consciencia de la personal fragilidad.
Para esta batalla no existe una receta mágica, una solución simple y clara. La clave es la actitud: iniciativa vs pasividad; sentido crítico vs conformismo; creatividad vs resignación; conversión vs claudicación: recomenzar las veces que sea necesario, siendo inasequibles al desaliento. Efectivamente lo importante es luchar, no ser cobardes ni resignarse. ¿Que aparece una clara desproporción entre la envergadura de la empresa y la escasez de los medios? Sí, es verdad, pero a contar se empieza por uno, y además como la lucha responde a una inquietud profunda del alma, es seguro que encontrará eco y acogida, más de lo que se pudiera suponer.
Puede ser ilustrativo el comentario de Roberto Girault, el exitoso director de la película “El estudiante”. Afirmaba que recibió muchas críticas porque los personajes de su película no eran “jóvenes reales”, sino “ideales”, a lo que él respondía, “más que ideales, se trata de jóvenes aspiracionales”. Es decir, reflejaban lo que muchos jóvenes intuían que era el amor y las relaciones entre personas, tal vez sin decirlo expresamente. Prueba de ello era precisamente la inmensa acogida que tuvo el filme entre el público juvenil. Cabe recordar además que todo mundo le pronosticó el fracaso de la producción, precisamente por no ajustarse a los tópicos juveniles: violencia, sexo explícito… Los estudios de mercado y los dogmas mediáticos tuvieron que doblegarse una vez más a la realidad. Es decir, “los jóvenes reales” no son tan “reales” como parecen, y los de la realidad quisieran ser como los “ideales” descritos por Girault.
Las líneas fundamentales de la batalla son de carácter pedagógico. Debe ser una batalla formativa desde la infancia. Pero no como la empobrecida “educación sexual” a la que nos han venido acostumbrando, cuando no obligando. La educación no puede quedarse en la técnica, pide mucho más la dignidad humana, que no se reduce a una herramienta o a un objeto, porque denigra al sexo. Es preciso enseñar el sentido, el porqué y el para qué del sexo. Ante la presión mediática de la que no es posible sustraerse, se necesita ante todo criterio. Éste se adquiere formando la voluntad y haciendo pensar sobre las consecuencias de los actos propios y ajenos. El hedonismo busca que no pensemos, sino que nos limitemos a funcionar según reacciones de estímulo-respuesta; la formación humana empuja en el sentido inverso.
Esa formación debe incluir un fuerte hincapié en el valor del compromiso: la totalidad propia del amor implica el tiempo; no se prueba con las personas por su dignidad inconmensurable. También debe incidir en el valor y respeto del cuerpo, expresado en realidades tan concretas como el pudor, la modestia o la elegancia: el cuerpo humano no es como el animal, está espiritualizado y la cultura debe servir para realzar su dignidad, no para convertirlo en un producto de mercado.