El hedonismo desde los anos 60s ha ido alcanzando un protagonismo cada vez mayor en la configuración de la sociedad y las costumbres de los hombres. Poco a poco se ven con normalidad comportamientos y actitudes que hace no demasiado tiempo serían impensables. No ha sido casualidad o resultado del necesario fluir cultural. Ha sido fruto de una campaña ideológica que hunde sus raíces en los años 30 del s. XX alcanzando su clímax en los turbulentos 60s. En líneas generales el hedonismo sostiene que el placer es lo que proporciona felicidad a la vida del hombre; el sentido de la vida está en el placer, particularmente en el sexual por ser el más intenso. Se deben eliminar todas aquellas formas y costumbres que busquen encauzarlo u ordenarlo, impidiendo su espontáneo fluir y su exacerbación.
Hay diversos indicadores que muestran lo extraviado del camino hedonista. Uno particularmente importante es la proporción existente entre hedonismo y pérdida del sentido de la vida. Efectivamente entre ambas realidades existe una profunda conexión; se agudiza aún más porque para el hedonismo el dolor es sencillamente insoportable, carece de sentido y de toda posible finalidad: las sociedades hedonistas son proclives a la eutanasia, y no logran integrar a los enfermos, minusválidos y adultos mayores dentro de lo que sería una vida verdaderamente humana; ante esas realidades –de otra parte reales, cotidianas- el hedonismo se muestra perplejo. Por ello es aguda la observación de Victor Frankl, intelectual fuertemente probado por la criba del sufrimiento: “si el sentido de la vida fuera la búsqueda del placer, habría que concluir que la vida no tiene ningún sentido”.
Para contrastar esa cultura empobrecedora de la vida humana, es urgente presentar una batalla cultural a favor de la castidad. Una nueva cultura debe surgir de las cenizas de un hedonismo que sólo ha producido generaciones de infelices, carentes de ideales, y no la prometida felicidad y plenitud humana. La plenitud del hedonista no sólo es efímera, sino que nunca se alcanza, siempre es una promesa incumplida; la libertad del hedonista esconde también profundas cadenas, y envilece a productores y consumidores, ya que somete al ser humano a las leyes del mercado.
Contra lo que pudiera pensarse, la castidad no implica negación del cuerpo, no es temor al placer y a los goces de la vida. Es sencillamente integrarlos en el conjunto del verdadero bien humano. El cristiano –es una virtud humana, no solo cristiana- además tiene la más alta valoración del cuerpo y del sexo que se pueda encontrar, es decir, ofrece una doctrina atractiva sobre el cuerpo y el sexo, todo lo opuesto a un tabú. La fe cristiana es la religión del cuerpo. Tiene un fuerte sesgo corporal: afirma la resurrección de los cuerpos, es decir, tienen vocación de eternidad, nos alimentamos del Cuerpo del Señor. Sostiene incluso que Dios ha tomado cuerpo humano en Jesucristo, elevando a una altísima dignidad todo lo corpóreo.
El cuerpo tiene un sentido esponsal, es decir expresa la capacidad de don que anida en el interior de la persona. No es algo que “usamos” sino que “somos”; somos nuestro cuerpo, y por lo tanto se muestra como indisponible, es decir, no instrumentalizable, no tratable como un medio porque participa de nuestra dignidad, por ser único e irrepetible.
La altura y valor otorgados por el cristiano al cuerpo contrastan profundamente con su banalización, envilecimiento, utilización hedonista. Ésta introduce una ruptura en el interior del hombre. No solo en el aspecto espiritual y material, sino entre el corporal y el afectivo. En la prostitución se desvinculan totalmente, pero la búsqueda desordenada del placer sexual va en esa línea: relaciones efímeras, sin compromiso ni continuidad, prematrimoniales, etc., conducen consiente o inconscientemente a la utilización del otro o de mí mismo, a un desdoblamiento antinatural.