En su reciente discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, una vez más Benedicto XVI ha hecho un apremiante llamado a que se respete efectivamente la libertad religiosa. Apremiante y urgente, por no decir dramático, dados los tristes sucesos que se han verificado recientemente en contra de los cristianos. Al leer el discurso uno puede hacer un recorrido global y ver como en formas diferentes a lo largo del planeta se obstaculiza la libre práctica de la fe, derecho fundamental de la persona, inescindible de su dignidad y reconocido por la “Declaración internacional de los derechos humanos”.
Más clamorosas, por sangrientas, son las masacres de cristianos realizadas recientemente en Egipto y en Irak. Comenzamos el año con 21 nuevos mártires asesinados durante la Misa de año nuevo en una iglesia copta de Egipto. Finalizamos el anterior con bombas colocadas en casas y barriadas de cristianos en Irak para forzar su huida. En Nigeria dos lugares de culto fueron atacados durante la celebración de la Navidad. El Papa no duda en recordar que son ciudadanos de igual categoría respecto a sus coetáneos musulmanes e insta a las autoridades para que se les reconozca y proteja como tales, pide al respecto que en la Península Arábiga puedan tenerse lugares de culto cristianos.
El Papa hace peticiones concretas y razonables: pide por ejemplo a las autoridades de Pakistán que supriman su “ley de la blasfemia”, por la que se puede acusar a las personas de haber blasfemado y la pena por ello es la muerte. Además de que existe una clara desproporción entre delito y pena, el delito mismo se presta a multitud de abusos. Lo triste es que incluso cuando la autoridad se muestra benévola respecto de los acusados (está el caso de una madre de familia condenada a la pena capital, que si es liberada por la autoridad civil, ya ha sido condenada por la autoridad religiosa, que presiona, para que no se conmute ni se retarde la pena), la gente pide la ejecución del condenado, lo que en muchas ocasiones puede ser un simple ajuste de cuentas o una espiral de fanatismo.
En su recorrido por el mundo no olvida el Papa a China, país en el que los católicos por décadas han sufrido una fuerte persecución y en el cual la Iglesia no goza de la mínima libertad, teniendo que verse sometida a abusivas intromisiones de la autoridad civil, que además de controlarla busca desvincularla de su cabeza en Roma. Una y otra vez la Santa Sede ofrece ocasiones de diálogo y acercamiento, una y otra vez las autoridades chinas olvidan e incumplen sus compromisos, creando una situación de división en la Iglesia china y de persecución de los cristianos fieles a Roma. Algo semejante sucede en Cuba.
Más solapada por el modo, pero no menos real, es la persecución que sufre la Iglesia en varios países del occidente industrializado. Las leyes emanadas por el secularismo buscan amordazar la fe impidiendo su manifestación pública y proscribiendo los símbolos religiosos. Bajo el pretexto de igualdad y tolerancia empujan a que prácticamente las personas de fe no puedan ser coherentes con su conciencia en el ejercicio de su trabajo y sus funciones públicas. Una luz en medio de la oscuridad la constituye sin embargo –y el Papa no ha olvidado recordarlo- el reciente reconocimiento del Consejo de Europa a la objeción de conciencia del personal médico. También son discriminatorias algunas leyes educativas de América Latina, que a juicio del Santo Padre obstaculizan el derecho de los padres a transmitir su fe a los hijos.
En suma, en todas las latitudes del planeta se persigue a la Iglesia de Cristo. Los cristianos llevan en su vida y a veces en sus cuerpos los signos de la Pasión de Cristo. Lo triste es que los que no padecemos el látigo de la persecución no seamos conscientes de la grandeza de nuestra fe (alguien a dicho que la mediocridad consiste en estar frente a lo grande y no darse cuenta) y sobre todo que seamos indiferentes al sufrimiento real de nuestros hermanos: éste debería empujarnos a vivir nuestra fe con más sentido sobrenatural, de comunión y en plenitud.