El 20 de diciembre de 2010 el Papa dirigió su tradicional discurso de fin de año a la Curia romana, es decir, a sus colaboradores más próximos que le ayudan a gobernar la Iglesia. Se trata en esta ocasión de un discurso de particular interés porque adquiere la forma de un examen de conciencia: el Papa deja entrever su estado de ánimo al finalizar un año difícil para el papado y la Iglesia. Sus esperanzas, expectativas y dolores, así como el modo muy particular de entenderlos se insinúan entre líneas. Se completa además bien el cuadro acudiendo a otra fuente íntima: su reciente libro-entrevista “Luz del mundo”, donde de nuevo aparecen sus sinsabores y el modo de afrontarlos
Lógicamente uno de los temas que están en el corazón del Papa es el sacerdocio. Más allá de abundar en los datos negativos –ya se ha hablado bastante al respecto- el Papa saca un corolario esperanzador: “Nos hemos dado cuenta nuevamente de lo bello que es el que seres humanos tengan la facultad de pronunciar en nombre de Dios y con pleno poder la palabra del perdón, y así puedan cambiar el mundo, la vida; qué hermoso el que seres humanos estén autorizados a pronunciar las palabras de la consagración, con las que el Señor atrae a sí una parte del mundo, transformándola en sustancia suya en un determinado lugar; qué bello poder estar, con la fuerza del Señor, cerca de los hombres en sus gozos y desventuras, en los momentos importantes y en aquellos oscuros de la vida; qué bello tener como cometido en la propia existencia no esto o aquello, sino sencillamente el ser mismo del hombre, para ayudarlo a que se abra a Dios y sea vivido a partir de Dios” (Discurso a la curia, 20-XII-2010).
Más allá de la tormenta, que en su libro “Luz del mundo” califica de una “catarsis purificadora”, el Papa descubre una oportunidad, un saldo positivo: sacerdotes y pueblo fiel han sido más conscientes de la grandeza del sacerdocio, que no es otra cosa que la grandeza de Dios que se acerca y se entrega a la debilidad humana. Por ello, de tanta contradicción ha surgido un profundo examen de conciencia y un renovado acto de contrición. Los sacerdotes hemos sido más conscientes de nuestra propia debilidad y de la grandeza del don que Dios ha puesto en nuestras manos; los fieles laicos del valor del sacerdocio, de la gran riqueza que encierra unida a la limitación y debilidad humanas, por ello han calado más en su responsabilidad de sostener y acompañar a sus sacerdotes. “Los sacerdotes tienen que sostenerse mutuamente, no deben perderse de vista; los obispos son responsables de ello, y tenemos que suplicar a los fieles que cooperen también ellos en sostener a sus sacerdotes. Y veo en las parroquias que el amor al sacerdote crece también cuando se reconocen sus debilidades y se asume la tarea de ayudarle en esas debilidades” (Luz del Mundo, p.43).
Ser instrumentos de la misericordia divina, del perdón de Dios; traer cada día físicamente a Dios al altar para compartir los afanes de los hombres; representar por la caridad la cercanía de Dios a cada ser humano: el sacerdote es alguien que lleno de debilidades y limitaciones conduce a los demás a Dios, y haciéndolo se dirige a sí mismo hacia Dios. Ahí radica la grandeza de ese misterio. Por ello la vida sacerdotal aparece de nuevo como algo atractivo, pleno de sentido: el mundo descubre en él la cercanía de Dios; el sacerdote se sabe instrumento de Dios en el mundo, un cauce que transmite el amor de Dios por cada criatura.
Una vida plena de sentido y significación, una vida para Dios y a través de Él para cada ser humano; un modo de escapar de lo superfluo y banal… La belleza de no vivir para sí, sino para Otro y otros, lejos de empequeñecer al hombre lo eleva, agranda su corazón, lo purifica. El sacerdote se sabe llamado a tan alto cometido al tiempo que saborea su limitación. El pueblo percibe lo que representa el sacerdote, pero ha caído en la cuenta de que no deja de ser hombre y requiere un sostén, apoyo para desarrollar su misión: más que señalarlo busca ayudarlo para que esté a la altura de la misma, y el sacerdote ahora comprende con más claridad que solo no puede: necesita de la comunión con su obispo, sus hermanos sacerdotes y el pueblo de Dios.