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Ecos de la Beatificación

 

Dice la leyenda española que el Cid ganaba batallas incluso después de muerto; análogamente podemos afirmar que Karol Wojtyla –y no es una leyenda, es la realidad- ha ganado batallas,  la mediática entre otras, después de muerto: el maravilloso espectáculo del millón y medio de personas que acudió a la ceremonia de su beatificación y los muchos millones que la siguieron a través de los medios de comunicación lo demuestran.

Juan Pablo II

Un gran número de mujeres y hombres encontraron un momento de especial comunión con Dios a través de esa ceremonia: los presentes físicamente y aquellos que estaban espiritualmente, participando a través de los medios de comunicación o de la oración. De nuevo se trata de una realidad: soy testigo de personas que volvieron al trato con Dios con ocasión de la beatificación. Los milagros del cuerpo son documentables, los del alma no, pero en ocasiones pueden ser más admirables. 

La sentida y sencilla homilía del Papa Benedicto XVI expresa entre otras razones el motivo de agradecimiento de la Iglesia entera a su antecesor: “ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio”. Pasaron seis años después de su muerte y volvió a ser manifiesto aquello de “la Iglesia está viva y es joven” del inicio del pontificado de Benedicto XVI y de nuevo se hizo realidad lo que en sus funerales el entonces Cardenal Ratzinger pedía: “Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos Santo Padre”.

La ceremonia del domingo puede considerarse como un ícono de la Iglesia. En efecto, como en los inicios de la Iglesia, estaba toda Ella reunida en oración, con María y con Pedro. “Todos con Pedro –el Papa- (vamos) a Jesús por María” gustaba recordar San Josemaría. Toda la Iglesia simbolizada por el millón y medio de participantes estaba presente en la ceremonia, en la que unidos a su cabeza visible (el Papa) se daba culto al Dios invisible del cielo. La Iglesia como misterio de comunión con Dios y signo entre los hombres se hacía presente a través de la liturgia. Así lo recordaba Benedicto XVI en su homilía: “hay un solo Dios, y un Cristo Señor, que como un puente une la Tierra y el Cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial”, unidos a la “fiesta del Cielo entre los ángeles y santos”. 

La fiesta del domingo fue una celebración de la Iglesia entera: la del Cielo que agasajaba al nuevo beato participante del coro que eternamente adora en Cristo al Padre, y la de la Tierra, por contar a un miembro más de la familia en la Patria definitiva; uno como nosotros, al que conocimos, que nos acompañó y sufrió con nosotros los avatares de la vida, y que ahora desde allá sigue intercediendo por nosotros. Si Juan Pablo II amó a la Iglesia y dio su vida por Ella en esta vida –y esa Iglesia somos tú y yo- no se desentiende de Ella ahora que goza de Dios en cielo; ¡todo lo contrario!, está más activo que nunca, no limitado por los condicionamientos espacio-temporales de los hombres: los milagros efectuados por su intercesión son una muestra de ello; la comunión con Dios ahora es plena, y por lo tanto el empeño por la causa de Dios es aún mayor. 

Y “¿cuál es esa causa?” se preguntaba Benedicto XVI en su homilía: “«¡No tengáis miedo! ¡Abrid, derribad las puertas a Cristo!» Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible”. Proclamar beato a alguien significa proponerlo como modelo: nos toca a nosotros, cada uno en su sitio, continuar la obra de tan amado Papa, abrir el mundo a Cristo, sabiendo que no estamos solos, formamos una familia, que cuenta con miembros insignes como el beato Juan Pablo II y con la sonrisa de la Madre de Cristo, Madre de Karol Wojtyla y Madre de toda la Iglesia: la Virgen María.