En su reciente libro Luz del mundo Benedicto XVI diecinueve ocasiones utiliza la palabra “alegría”. No parece que se trate de una simple casualidad, sino que el contexto y la relevancia que adquiere el término sugieren que se trata de un aspecto medular de la fe y de la existencia cristiana sana: la vivencia profunda de la fe católica es inseparable de la auténtica alegría.
No es principalmente una declaración de principios, una especie de “así debería ser”, o un reglamento estilo McDonalds “el empleado de McDonalds siempre sonríe al cliente”; no se trata de la sonrisa postiza de la sobrecargo en el vuelo o de la edecán del evento, todo ello –que en su contexto es legítimo y está bien- en el ámbito de la fe supondría la consagración de la máscara o la simulación, es decir, la institucionalización de la mentira. La alegría cristiana en la medida en que existe, es auténtica, y tiene una raíz profundamente sobrenatural, pudiendo identificarse con uno de los frutos del Espíritu Santo.
El Papa al hablar de la alegría no parte tanto de una declaración de principios, cuanto de su vivencia personal de la fe: “mi vida entera ha estado atravesada siempre también por esta línea de que el cristianismo brinda alegría, da amplitud”. Y evocando los inicios de su vocación sacerdotal recuerda: “había sin embargo tanta alegría en la fe compartida, en la escuela, con los niños, con los jóvenes, que yo me sentía verdaderamente impulsado por esa alegría”.
Tal vez la conversión más profunda, la metanoia (transformación) que suponga una vuelta a los orígenes prístinos de la fe incluya un redescubrimiento de la alegría. El tiempo de cuaresma es tiempo de conversión por excelencia, y en ocasiones ha tomado un cariz triste: reconocer el talente pecador del ser humano, aceptar nuestra propia miseria, hurgar y descubrir aquello que hemos hecho mal. Sin embargo, bien mirada la conversión es una oportunidad, una vuelta al camino correcto y por tanto una ocasión feliz. Probablemente el morado cuaresmal no nos motive a ello, sin embargo la cuaresma es tiempo de profunda alegría: la alegría que no estamos solos, abandonados a nuestras miserias y limitaciones, el tiempo en el cual recordamos que es Dios mismo el que sale al encuentro de nuestras debilidades para curarlas.
Como de pasada lo recuerda el Papa, al hablar de la purificación del sacerdocio que tuvo lugar durante el año sacerdotal con motivo de los diversos escándalos que lo asediaron: “El concepto de penitencia es uno de los fundamentales del mensaje del Antiguo Testamento…, el hecho de que por medio de la penitencia se pueda cambiar y dejarse cambiar es un don positivo, un regalo. La Iglesia antigua lo veía también de ese modo. Ahora hay que comenzar realmente de nuevo en espíritu de penitencia, y al mismo tiempo no perder la alegría por el sacerdocio sino reconquistarla”.
La alegría de volver a la casa del Padre, la alegría de poder cambiar, la alegría de que Dios no nos abandona, y mientras hay vida hay esperanza, la alegría de que en la Eucaristía está Él y nos acompaña: todo ello nos permite afirmar sin jactancia que la fe cristiana es la fe de la alegría y que el contenido de la conversión no puede prescindir de la misma. “Simplemente nos impulsó la alegría común de la fe y se hizo posible que cientos de miles permanecieran en silencio y unidos ante el Santísimo Sacramento. En este recogimiento y en esta alegría, en el gozo interior y en el auténtico encuentro…, en todo esto acontece algo totalmente asombroso, algo muy diferente a lo que suele ocurrir en los actos masivos”, reconoce el Papa refiriéndose a una Jornada Mundial de la Juventud, pero que podría y debería extenderse a cada celebración eucarística y a la vivencia de la conversión cuaresmal.