Contra lo que a veces pudiera parecer, la historia está plagada de “buenos samaritanos”, la mayor parte de ellos anónimos. Según la conocida parábola del Señor, se llama “buen samaritano” a aquella persona que procura hacer el bien desinteresadamente, particularmente si le supone un sacrificio especial hacerlo, o de alguna manera se excede en su realización. Si además no llama a las cámaras para levantar acta del hecho, o no pide nada a cambio, estamos delante de un auténtico “buen samaritano”. Alguien un tanto escéptico podría pensar que no se trata de un ser humano, sino de un “marciano”, acaso por pensar que el hombre es egoísta por naturaleza, o peor aún, que “el hombre es el lobo del hombre”. La escueta realidad sin embargo, si bien nos lleva a frotarnos los ojos para cerciorarnos de que no nos engañan, no nos deja mentir.
Debido a mi trabajo, con frecuencia entro en contacto con muchos “buenos samaritanos”; detrás de la historia de algunos de ellos se encierran auténticas conversiones, o largos caminos en los que después de probar de todo se convencen de que lo único que realmente les llena es sacrificarse gustosamente por los demás, convencidos de que los principales beneficiarios de sus servicios y desvelos son ellos mismos. Casi podría acostumbrarme a tan grandes personalidades escondidas, sin embargo de vez en cuando alguna de esas historias me llega hondo, como espero que esta te llegue a ti.
Juan es un estudiante de medicina con una especial sensibilidad. Es frecuente que alumnos y profesionales de esta carrera, al estar cotidianamente en contacto con la realidad humana del sufrimiento –pocas cosas tan profunda y auténticamente humanas- lleguen a acostumbrarse; probablemente es incluso lo mejor, para no perder profesionalidad ni involucrarse con las complejas realidades vitales de sus pacientes. Pero Juan no sabe hacer eso, si bien por lo demás es un buen alumno, responsable de sus obligaciones. Al contrario, incluso ha formado un grupo de estudiantes de medicina que buscan ofrecer un “plus” a los enfermos, considerando que es poco trabajar por su salud, y que deben hacer “algo más”, ya que las situaciones a las que vuelven una vez atendidos son tan difíciles que pueden hacerlos recaer o incluso empeorar el cuadro original; buscan dar continuidad de alguna forma al servicio que prestan a sus enfermos más necesitados.
Hace dos años y medio nació un niño en una situación así: su madre sufría de extrema pobreza y lo abandonó en el hospital. Para colmo el niño tuvo muchas complicaciones, tantas que en su corto tiempo de existencia jamás abandonó el hospital, pero no por ello estuvo descuidado, ya que Juan y sus amigos, sobre todo Ana, una doctora de la clínica, se hicieron cargo de él. Sin embargo la situación de salud del bebe fue empeorando, hasta el punto de que su vida peligraba. En ese contexto Juan cayó en la cuenta de que la criatura no estaba bautizada. Movió cielo, mar y tierra para conseguir un sacerdote –nunca están a la mano cuando más se les necesita-, pero providencialmente consiguió uno que bautizó al pequeño Josemaría dos horas antes de fallecer (Juan no sabía que cualquier persona puede bautizar, siempre que use agua y emplee la formula trinitaria con intención de hacer lo que hace la Iglesia).
Al morir el niño la autoridad civil buscó a la mamá, que vivía en un pueblo de la montaña. Una trabajadora social le dio dinero a la madre para pagar el pasaje de ida a la ciudad. Juan y sus amigos costearon el entierro –cajita y panteón-, dieron de comer a la mamá y sus dos niños con los que venía. Al preguntarle cómo pensaba volver al pueblo contestó que iba a pedir limosna hasta conseguir el importe del pasaje, mientras tanto viviría en la calle con sus dos criaturas. De nuevo Juan y sus amigos reunieron dinero, la subieron al autobús con sus niños despidiéndola en la terminal. Un día después uno de ellos llamó por teléfono para avisar que habían llegado bien… gracias a gente así sigue el mundo dando vueltas.