La beatificación de Juan Pablo II es mucho más que “el suceso de la semana”, del mes o del año. No ha dejado indiferente a católicos, no católicos y anti-católicos. Es abrumadora la algarabía que este hecho suscita, sobre todo en las incontables personas que recuerdan el contacto –por breve que haya sido- que tuvieron con él: en efecto, puede decirse sin temor a errar que ha sido la persona que han visto directamente más personas en la historia de la humanidad; lo curioso es que bastantes de estas aseguran: “el Papa me vio a mí… el Papa me sonrió” cuando se encontraban rodeadas por la multitud. En efecto, Juan Pablo II tenía el don de tratar a cada persona como lo que es, un ser único e irrepetible.
Pero Juan Pablo II tenía una personalidad muy definida, la cual no se entiende si no se mira su riquísima interioridad. El postulador de la causa de beatificación dice someramente que “era un hombre de fe”. Por ello no puede dejar indiferentes a las personas, ni a todos ha de gustar: es lógico que no hayan faltado voces discordantes que se oponen a la beatificación, no podía ser de otra manera. Pero es interesante preguntarnos, ¿quiénes son y por qué?
Es obvio que para aquellos que miran con recelo, animadversión o incluso odio a la Iglesia, no les agrade el suceso: al fin y al cabo la beatificación ofrece notoriedad y cámaras a la institución que ellos rechazan. Sean masones, comunistas, laicistas, evangélicos de corte fundamentalista (las confesiones protestantes tradicionales suelen reconocer con respeto su figura y el papel que desempeñó como Papa, y agradecen el que las tomó en cuenta como interlocutores privilegiados, amantes de la Palabra de Dios), etc., no les interesa que se recuerde positivamente la figura de un Papa. Cuando murió no les quedó otra que callar, la conmoción mundial fue aplastante (baste pensar en la Misa de funerales), pero pasados los años, y sin posibilidad de defenderse, es más sencillo “echar tierrita al muerto” y sembrar duda y confusión: así lo hicieron los comunistas con Pio XII, un Papa que falleció gozando de un inmenso prestigio fuera de los muros de la Iglesia. Ya lo decía Voltaire: “calumnia, que algo queda”.
Sin embargo, es más doloroso constatar que algunas de las voces discordantes provienen de dentro de la Iglesia. Nada hay peor que “el fuego amigo”. Y es que Juan Pablo II no sólo se dedicó a poner orden en el mundo, primero se puso a ordenar la propia casa, y a muchos de los “ordenados” eso no les gustó. Algunos incluso abandonaron la Iglesia, al ver que no coincidía con la idea que ellos tenían de Ella; otros –no se sabe que sea mejor- permanecen dentro, pero con el poco claro afán de criticarla continuamente. Como siempre provienen de los extremos: ultraconservadores, que rechazan el Vaticano II y de izquierda, teólogos de la liberación trasnochados, que paradójicamente en esto sí son capaces de estar de acuerdo con sus antagonistas naturales: en “tirar piedras al propio tejado”.
Es muy fácil decir, “a toro pasado”: “es que no hizo”, “es que dejó hacer”, “no corrigió”, etc. Con el paso del tiempo, cuando las cosas se pueden ver con calma y se cuentan con todos los datos, resulta sencillo juzgar a los protagonistas del pasado; la pregunta es si es justo hacerlo. Sobra decir, ya es redundante recordarlo, que el proceso del Padre Maciel comenzó en su pontificado, y que probablemente la cruz más dolorosa del mismo, hayan sido los escándalos sacerdotales, que sufrió y supo afrontar.
Lo que está claro es que el proceso de beatificación no fue un mero trámite, ni una simulación: 35 cardenales, 20 obispos, 11 sacerdotes, 36 laicos, 3 monjas, 5 religiosos, 3 no católicos y un judío respondieron a un estricto cuestionario de 129 preguntas. Un grupo de 6 historiadores peinó toda su vida y la postulación presentó finalmente 3 tomos con las investigaciones. Pero, lo más importante, al final la “voz de Dios” cerró toda controversia con el milagro concedido –curación inmediata de un parkinson- a la monja Marie Simon-Pierre. La voz de Dios coincide con la de la Iglesia que aclama: santo súbito; a Benedicto XVI sólo le tocó levantar acta del hecho.