Jorge Enrique Mújica L.C.
Tarde rumorosa y magnífica en el Parque de los Príncipes. París, mayo de 1980. El Santo Padre reunido con multitudes de jóvenes católicos y no católicos en la mítica cuna del laicismo. Un encuentro ameno y jovial que rompió esquemas. De pronto se ve salir a un joven rumbo a la tribuna con una hoja en la mano. Se la entrega al Santo Padre con una serie de preguntas con aquel tono de deferencia conminatoria propia de la juventud cuando acepta dirigirse a la edad madura.
Para el católico la fe no es una imposición sino un camino.
Sorprende que, incluso hoy, en los albores del progreso y desarrollo en
materia de derechos humanos a los que ha llegado la humanidad, se dicte
sentencia de muerte para el converso al cristianismo en ciertos lugares
del mundo. En otros más, la pena no es capital aunque no deja de ser
injusta y reprobable: marginación en la vida social con sus
consecuentes implicaciones: desempleo, pobreza, agresiones físicas y
morales, insultos, etc.
Es fácil escuchar la extendida falacia de un mundo ateo, de la Europa laicista que dice que Dios no existe porque fue una invención pretérita inválida para nuestros días. Quienes así hablan son los enfermos de miopía o astigmatismo incapaces de ver la irrefutable, la auténtica razón de ser, la identidad cristiana de este antiquísimo continente que se rehúsa abandonar su médula, su corazón, su esencia.
¿Quién no ha experimentado la necesidad de tener un amigo? Ahora parece tan fácil. Basta tener la cartera llena y la voluntad de ir a los grandes almacenes, dirigirse a la zona de aparatos electrónicos, pagar en la caja y listo, amigo nuevo. Y es que el ser humano, lo sabemos, es el ser social por antonomasia. No puede vivir solo y busca quién le acompañe.
Tarde o temprano nos encontramos con alguna inconformidad ante nuestro futuro: que si nos gustaría ser el mejor futbolista, el médico más renombrado, el artista más famoso, el empresario más rico, el joven más guapo, el jurista más prestigioso, etc.; y en esos deseos tan vanos centramos nuestra atención y nuestras ilusiones. Pero no, la respuesta a nuestras inquietudes no está en el deseo de ser esto o lo otro; del éxito, la fama o el dinero que nos gustaría poseer. No, es algo más hondo.
¿Por qué Juan Pablo II atrajo a tantos jóvenes a pesar de que el mensaje cristiano es exigente, sobre todo en materia sexual?
Nos gusta que nos vean bien y, obviamente, no nos gusta reprobar. Hacemos todo lo que está a nuestro alcance, incluyendo copiar, por no aparecer en la lista de repeticiones. Es un fin, aparentemente, bueno, pero que no refleja lo que hemos asimilado. Copiando no somos auténticos y, mucho menos, honestos. ¿Es útil hacerlo? Aparentemente sí; te sacan provisoriamente de un problema. Pero a la larga es muy peligroso y problemático.
Con un matiz felizmente divino dice el Génesis: «Hombre y mujer los creó...» Dichosamente desde el principio de los tiempos la Providencia divina regaló la diversidad sexual, la diferencia carnal y anímica de dos seres iguales en semejanza a Dios pero tan distintos en caracteres, fuerza y otras peculiaridades. «Hombre y mujer los creo»; el hombre, sinónimo de fuerza, traducido en protección, fue un regalo valiosísimo de Dios para las mujeres haciéndoles patente la defensa y cercanía de su Creador por este vehículo.
INTRODUCCIÓN
1. El pensamiento ilustrado y las bases de la contemporaneidad
El término ilustración fue utilizado por los coetáneos para afirmar la salida de un “periodo oscuro”. Los postulados ya estaban presentes así que los ilustrados no harían más que sintetizarlos. La divulgación será una pretensión característica difundida, sobre todo, en la burguesía. En la Francia de Luis XV se les llamó “los filósofos” aunque no todos hayan sido estrictamente tales.