Tarde o temprano nos encontramos con alguna inconformidad ante nuestro futuro: que si nos gustaría ser el mejor futbolista, el médico más renombrado, el artista más famoso, el empresario más rico, el joven más guapo, el jurista más prestigioso, etc.; y en esos deseos tan vanos centramos nuestra atención y nuestras ilusiones. Pero no, la respuesta a nuestras inquietudes no está en el deseo de ser esto o lo otro; del éxito, la fama o el dinero que nos gustaría poseer. No, es algo más hondo. La clave radica en el hecho del ideal, «donde están tus ideales deberían estar tus ilusiones», podríamos decir. Obviamente es preciso saber primero qué son y si poseemos ideales.
Los seres humanos necesitamos vivir por algo que valga la pena. Los ideales son motores que nos empujan a actuar con decisión. Todo hombre, en un momento de su vida, busca naturalmente un ideal, un sentido; vivir sin ello es permanecer con un hondo vacío que hace experimentar la inconformidad, la desazón, etc. Un ideal no es lo mismo que un capricho, que un berrinche o que un impulso emanado del ímpetu, la fogosidad o el arrebato. El impulso hace alusión a momento pasajero; ideal huele a algo de mayor alcance. Ambos pueden tener en común la ilusión, pero el resultado del binomio es distinto.
Ilusión e ideal es referirse a dos tipos de miras, a dos bifurcaciones de un mismo camino que es la vida: primeramente nos podemos rendir a los pies del goce inmediato, del triunfo fácil, del ambiente común, de la satisfacción pasajera; podemos dejarnos imbuir por la atmósfera de consumismo, sexo, droga y libertinaje creyendo encontrar en ellos la alegría consumada. Esto es reducirse a la creencia extendida de que no hay nada después de la muerte. Es el vivir el «aquí y ahora» sin pensar en que estamos llamados a la eternidad, a una vida sin fin.
La experiencia de otros hombres nos dice que son salidas fáciles, en un primer momento placenteras, pero a la larga dolorosas. Aquí, más que hallarnos ante la puerta de un ideal, nos encontramos en sus antípodas, en el polo opuesto que nos reduce a mirar el mundo como lo único que poseemos impidiéndonos ver que hay algo más que nos supera y a lo cual podemos aspirar.
El segundo camino es uno hondamente enraizado en nuestro interior: el trascender, el no conformarse con vivir para morir, con que la vida sea tan corta. ¿A quién no le ha nacido de manera natural una reflexión sobre la fugacidad de la vida y un sano reproche e inconformismo a creer que hemos sido creados para un lapso tan breve de tiempo? Venimos a la existencia con una seguridad: que algún día desapareceremos. ¿Y podemos permanecer tan inmutados ante semejante hecho? Obviamente que no. Dentro de nosotros algo nos dice que hemos sido creados para la inmortalidad.
Cuando uno tiene presente todo esto, los ensueños se perfilan, traslucen y purifican; los ideales cobran un nuevo cariz y la vida se redimensiona. Es así, ante reflexiones tan sencillas, ante una elección afirmativa a la trascendencia que exige, en consecuencia compromiso, como se ha consumado la felicidad de millones de seres humanos que han encontrado en su vocación el plan concreto para llevar a cumplimiento su ideal.
El ideal del hombre, su programa de trabajo es la vocación. ¿La vocación? Sí, la vocación y no hay por qué temblar. Toda vocación entronca directamente en la única vía que porta a la trascendencia: el servicio. Y el servicio es, por relación lógica, el mayor, el primer fruto de la felicidad, el resultado de un corazón ardoroso.
Si, como dice la máxima paulina «hay más gozo en dar que en recibir», todos deberíamos estar gozosos. Evidentemente en un primer momento no es así pues hay una cadena de reacciones detrás: las ilusiones se afianzan con el trabajo de la decisión, las decisiones van enriqueciendo y fortaleciendo el ideal, y el ideal conlleva al encuentro de la vocación propia que se moverá siempre en el ámbito común del servicio.
No puede parecernos extraño que sean las personas desprendidas de sí las más felices ni que, caso contrario, las más egoístas sean las más infelices. Nuestra sed de felicidad trasciende los deseos mundanos de fama, dinero y éxito. Esa sed traslada a la búsqueda y, sobraría decirlo, el que busca encuentra.
Solemos ligar inmediatamente vocación al estado de vida consagrado-religioso. Es un aspecto pero no el único. Vocación es la ejecución de nuestro compromiso de servir allí donde estamos: si, por ejemplo, elegí la medicina como carrera es porque vi una necesidad sanitaria en la sociedad donde vivo. Una carrera es, en cierto modo, una vocación; una vocación con la que, contempladas las necesidades que me rodean, correspondo según las propias cualidades, dones y aptitudes.
Es inevitable echar la vista al supremo de los ideales: la vida consagrada. Ésta redimensiona las perspectivas humanas y mueve al alma al ser más excelso: Dios. Una vida entera para Dios plasmada en el servicio a toda la humanidad. Los que han seguido esta andadura es porque una voz que venía de lo hondo del alma les anunció el sitio y la tarea que les estaba señalada en el orden del mundo.
En la vida consagrada, flor bella, perla preciosa y el más rico ornamento de la Iglesia, se encuentra a Dios porque Dios ha salido al encuentro. Es la plenitud del servicio donde ya no se distingue de la vida personal pues, de hecho, ésta es de Dios a favor del prójimo. Si un día desapareciera, el mundo se sumiría en la noche del caos por falta de amor.
Quienes llegan a descubrir a Dios como el ideal más excelso y el servicio a los hombres como la aplicación del ideal, son capaces de ver a cada paso la prolongación de la felicidad todo el tiempo. Qué a propósito vienen aquellas líneas de W. Savage Candor, en su Pericles and Aspasia: « ¡Cuántos, que estaban adornados con todas las más exquisitas cualidades intelectuales, han tropezado en el mismo umbral de la vida y han hecho una elección equivocada de aquello que iba a predestinar para siempre el curso de sus existencia! Ésta es una de las razones, a caso la principal, de que los sabios y los dichosos sea dos diferentes clases de hombres».