Tarde rumorosa y magnífica en el Parque de los Príncipes. París, mayo de 1980. El Santo Padre reunido con multitudes de jóvenes católicos y no católicos en la mítica cuna del laicismo. Un encuentro ameno y jovial que rompió esquemas. De pronto se ve salir a un joven rumbo a la tribuna con una hoja en la mano. Se la entrega al Santo Padre con una serie de preguntas con aquel tono de deferencia conminatoria propia de la juventud cuando acepta dirigirse a la edad madura.
Era un joven ateo que no quería perder la posibilidad de creer que le ofrecía la presencia del Papa. Apenas tomó la palabra quedó claro que su punto de vista difería totalmente de los expuestos por otros jóvenes y que su pregunta no figuraba en la lista que le habían entregado anteriormente al Santo Padre. El problema que planteó era fundamental. Imposible tratarlo en pocas palabras y en la extensión y complejidad que merecía.
Terminada su lectura, desapareció en el tumulto de los cantos y de las ovaciones. Vinieron otras preguntas y la suya quedó sin respuesta. Cuando el Papa regresó al Vaticano recordó que había dejado en suspenso la contestación. Escribió inmediatamente al entonces Cardenal de París para pedirle encontrar a aquel joven y presentarle sus disculpas. Al poco tiempo el Cardenal Marty le respondió diciendo que «todo iba bien.»
Aquella alocución en una tarde bañada por el entusiasmo y la espontaneidad de miles de jóvenes encendidos por el «crescendo» común de las muchedumbres de este tipo, imposibilitó responder a aquellos interrogantes: «¿En quién cree?, ¿por qué cree?, ¿qué vale el don de la vida y cómo es aquel Dios que adora el Papa?». El público juvenil echó fuera el programa y el Papa habló improvisando y por eso dejó pasar el discurso que había preparado. Fue una de las primeras ocasiones que el Papa entraba en contacto con las muchedumbres de jóvenes sedientos de fe. Meses más tarde Juan Pablo II se reprochaba todavía haber dejado caer esta oveja en el pozo del anonimato. Le había llamado la atención el alma, el corazón inquieto, de ese joven. Creyó que había perdido una oportunidad magnífica de penetración en el cerco de la juventud agnóstica aunque, en el fondo, no fue así.
Juan Pablo II, el grande, tenía prisa en dialogar con la juventud. Desde la ventana de su apartamento privado, apenas terminar la ceremonia de comienzo de su pontificado, tras concluir el rezo del Ángelus, se dirigió a los jóvenes diciéndoles: «Vosotros sois el porvenir del mundo, la esperanza de la Iglesia. ¡Vosotros sois mi esperanza!». Fue su primer llamamiento a las nuevas generaciones y el comienzo de un fenómeno de dimensiones inéditas.
Decenas de millones de jóvenes de todo el planeta acudieron, en sus 25 años de pontificado, a la cita con el Obispo de Roma. El don carismático de aquel joven de 83 años nunca fue improvisado; tenía su génesis en la experiencia del dolor y el sufrimiento de su Polonia natal sometida por los dictados del totalitarismo comunista. Jamás se ganó a la juventud con demagogia y palabras que halagasen el oído. Les motivó con un profundo cariño pero también con una exigencia que denotaba compromiso.
Ningún líder político, religioso o cultural ha poseído el magnetismo que Juan Pablo II demostró al reunir a los jóvenes hastiados de una sociedad materialista. En él encontraron un referente seguro y comprometido que creyó en ellos. El testimonio de perseverancia en la fe y en su misión, la prueba de constancia en el amor, de paciencia, alegría, de entusiasmo en los proyectos, de compromiso con los necesitados, la fidelidad a la pobreza evangélica y su riqueza espiritual: su trayectoria impecable, fueron el imán que atrajo a las aglomeraciones a él. Confió en la juventud y ésta, en gesto de gratitud, se le rindió. Más allá del cuerpo anciano e impedido, encontraron el alma eternamente joven de un hombre identificado con Dios.
El declinar del 2 de abril de 2005, ese «todo va bien» del Cardenal Marty fue el culmen, la respuesta íntegra a aquel joven francés que representaba a otros muchos jóvenes incrédulos que hallaron una luz en sus vidas con el testimonio del gigante de la fe que a un año de su muerte, sigue vivo en el corazón de los jóvenes… creyentes y no creyentes.