Es fácil escuchar la extendida falacia de un mundo ateo, de la Europa laicista que dice que Dios no existe porque fue una invención pretérita inválida para nuestros días. Quienes así hablan son los enfermos de miopía o astigmatismo incapaces de ver la irrefutable, la auténtica razón de ser, la identidad cristiana de este antiquísimo continente que se rehúsa abandonar su médula, su corazón, su esencia.
Bastaría una “peregrinación” cultural para tener fresca la historia y constatar un hecho que se repite a lo largo y ancho de Europa: filas de jóvenes aguardando la oportunidad de acercarse al sacramento de la confesión en una de las naves de Santa María de los Ángeles, basílica en las faldas de Asís; decenas de chicos y chicas precipitados en el suelo o arrodillados haciendo oración en Jasna Gorá, Polonia; en Lourdes, Francia; en Fátima, Portugal; en Xavier, España; en Medjugori, Yugoslavia; en santuarios de Alemania, Austria, república Checa… ¡Es realidad! ¡Muchos los hemos visto! ¡Nadie nos lo contó ni son imaginaciones ficticias para amodorrar la conciencia ante una pretendida triste y fatídica realidad que pregona el ocaso de una fe milenaria!
Y escenas semejantes se repiten a diario en el recogimiento que inspira la tumba de San Francisco de Asís en la basílica a él dedicada; en la monumental basílica de San Pedro donde, muy a pesar de las grandes masas de turistas, hay centenares de personas que se recogen en oración ante el Sagrario (siendo estos los que han captado lo esencial de una visita al centro de la cristiandad).
¿Qué sucede? Todos estamos inflamados por el deseo de vivir felizmente. Escenas como las enunciadas lo reconfirman. No basta el reducirse a máquinas humanas, a la inmanencia de este mundo, al actuar como animales que nacen, crecen, comen, se desarrollan, reproducen y mueren.
¿Qué es la felicidad. La felicidad es un estado del ánimo, del alma, que se complace en la posesión de un bien. En el caso del ser humano ese bien pretendido es la paz, la paz interior que hace irradiar un ”algo especial” que los que nos rodean captan; es, en definitiva, Dios: dador de todo bien y Bien mismo.
Hoy por hoy existe una jauría humana sedienta de esos bienes. Quieren, buscan, anhelan esa felicidad. Desgraciadamente nos han confundido y hemos otorgado un valor a un «bien» que no lo tiene. Hemos caído en llamar bien a superfluidades, vicios y desordenes morales amparados en el extendido sofisma del “me gusta, me siento bien”, aunque al final quedemos vacíos.
Un griego, Plutarco de Queronea, decía que «La bebida apaga la sed, la comida satisface el hambre pero el oro nunca calma la avaricia». Esta sentencia ambienta la ambición humana, una visión errada que no opta por el bien, o sea, aquello que en sí mismo tiene el complemento de la perfección en su propio género o lo que es el objeto de la voluntad la cual ni se mueve ni se puede mover sino por el bien, sea verdadero o aprendido falsamente como tal. Bien que en toda su perfección, o Bien sumo, sólo es Dios.
La ambición nos hace perdernos en el deseo de poseer por placer, un vicio materialista, consumista y hedonista que no concede la felicidad porque ésta es una fase del alma, de lo interior, más que un fantasma concupiscente.
Sed es el apetito o deseo ardiente de una cosa. «Las tres cuartas partes de las personas que diariamente nos encontramos –afirmaba el escritor Noel Clarasó– tienen sed de felicidad.» Es verdad. Y no lo es menos el hecho de que la «felicidad» no existe en la vida. ¡¿Qué?! Sí, la felicidad no existe. Existen sólo los «momentos felices», pero son esos momentos donde la «felicidad» se cuela por una puerta, por una rendija que inadvertidamente dejamos abierta. Muchos se pierden esas alegrías por esperar la «gran felicidad.»
Es una seguridad: esos jóvenes y adultos que se abandonan a la luz de la paz interior que produce el recogimiento, la meditación y la gratitud hacia Dios, han encontrado una satisfacción lícita que ha dado sentido a su existencia. ¿Cómo? Han dejado una fisura en la puerta de sus vidas; han hallado una fuente, un pozo, un ojo de agua donde saciar esa sed, esa necesidad de ser felices.
Y se han topado con la Fuente que renueva, da bríos, fuerza y ánimo; Fuente real y verdadera que nos lleva a «un Dios que es la verdadera riqueza de las almas, el que las hace felices», como experimentaría San Agustín. De la relación sencilla y trascendental con Dios brotan esos manantiales porque no es la felicidad lo que pedimos al amor de Dios, sino el poder perfeccionarnos interiormente, perfeccionamiento que es, a su vez, el mayor fruto, la mayor riqueza de esta vida.
Hace mucho tiempo una mujer conoció el Bien de Dios y alcanzó a percibir Quién le pedía de beber. Gustó de un poco de agua viva y no sintió sed jamás ya. Conoció el «Bien verdadero» y fue feliz. La historia de aquella mujer samaritana se repite diaria y numerosamente en todos aquellos que se acercan dócilmente al pozo de la felicidad; en aquellos que a la luz de Dios dan paso, con sencillez, al cuestionamiento fundamental del ser, del estar y del existir y obtienen respuesta, tumbados o de rodillas, con los ojos abiertos o cerrados, en un oratorio, una basílica, en la soledad de la propia habitación o en la contemplación retrospectiva de su propia vida, como la mujer de Samaria.
«Si alguno tiene sed de mí, que venga y beba», esa es la promesa que se sigue cumpliendo día a día. Aunque a los enemigos del cristianismo les pese y… quizá por eso ni son felices ni dejan a otros serlo.