Con un matiz felizmente divino dice el Génesis: «Hombre y mujer los creó...» Dichosamente desde el principio de los tiempos la Providencia divina regaló la diversidad sexual, la diferencia carnal y anímica de dos seres iguales en semejanza a Dios pero tan distintos en caracteres, fuerza y otras peculiaridades. «Hombre y mujer los creo»; el hombre, sinónimo de fuerza, traducido en protección, fue un regalo valiosísimo de Dios para las mujeres haciéndoles patente la defensa y cercanía de su Creador por este vehículo. Y, la mujer, el encanto encarnado de la belleza de Dios; aquella a la que Éste le otorgó la facultad superlativa del amor constituyó una legado de Dios al hombre.
Pocos seres son capaces de contener en sí tal cantidad de paz, ilusión, ternura, simpatía, dulzura, armonía; pocos son los seres capaces de padecer tan hondamente el dolor. La mujer es la suma del destello de la luz maternal divina y la inclinación por la pregunta que le llevó a ser, junto al hombre, desterrada de aquel paraíso remoto en tiempo y espacio.
Yocasta es una Eva tentada por la serpiente de la soberbia desobediencia, su «ego», que le mueve a enfrentar, como ocurriera tiempo atrás, la instigación del desafío al destino. Mas toda falta merece una enmienda y ella, Yocasta, consciente del error consumado, superará la primera falta: tratando de matar al niño. Bien dicen que a una falta le sigue otra, ¿qué mejor ejemplo que el de esta mujer? Pero, ¿y por qué mujer? No sé que mezcla de esencias empuja a las féminas a afrontar límites y extremos inconmensurables. Son aventureras por naturaleza; decididas y auténticos huracanes cuando han interiorizado un interés. El mucho corazón que necesitan los hombres ellas lo desbordan.
Yocasta posee un contexto preciso como mujer. Es mujer en una tragedia, una obra donde se necesita la pluralidad y el fuego de las emociones para hacer vibrar; para hacer pasar de la elevación a la conmiseración de un personaje; para reflejar los caracteres de los otros y el propio: hacer sentir, en suma. A una tragedia la mujer la humaniza. El hombre le dará acción, le dará aventura, le dará forma pero sólo la mujer le regalará el alma, le proveerá de vida: engendrará el fondo. Sin Yocasta no hay dolor para Edipo, ni hay Edipo, ni hay tragedia, ni hay nada.
Mas no se limita únicamente a esto la misión de la mujer. Va a más. Pero en el contexto griego, anterior a la Revelación, es menester reducirlo a bien poco. Literariamente la mujer supone mucho más que lo que se enmarca fuera de las letras. Quizá, en este caso Sófocles, diga mucho sobre Yocasta aunque ésta, en representación de todo el género, no sea un auténtico reflejo de la opresión y restricción a las que se hallaban sometidas las del mal llamado «sexo débil» de la Grecia de aquel entonces.
Sin embargo, la imagen de la soberana tebana nos trasluce a una matrona poderosa e influyente:
«Entra en palacio, Edipo; y tú Creonte, a tu casa...»
Una mujer, a veces perceptible, como arrepentida del pasado. Su primera aparición es, precisamente como reina, para apaciguar los ánimos exaltados:
«Cesad príncipes; pues a propósito veo salir a Yocasta, que se dirige hacia aquí: con ella debéis decidir pacíficamente este altercado»,
remarcará el coro para trasmitirnos la categoría de la soberana. Aparece, entonces, con ese cariz femenino en la búsqueda de la paz, de la concordia y de la armonía. Y no puede ser menor ni mejor esta primera intervención; a su condición de mujer se añade el de reina. ¿No es de nuestro conocimiento el puesto de conciliadora de una gran mayoría de las mujeres? Son aficionadas a la paz, tienen como un pacto con ella que les mueve a ocupar el cargo innato de interventoras. Pero Yocasta es, además de reina, esposa, y por lo tanto tiene un poder que no es el de las armas cuanto del amor de las palabras, del consuelo conyugal, del apoyo matrimonial, de la autoridad marital. ¡Riqueza esta la de la institución nupcial que hace una sola carne la diversidad! El amor del hombre y la mujer es la ejemplificación del destello divino donde esa «imagen y semejanza» tienen el sinónimo de amor.
Yocasta está inmersa en la fe; en una atmósfera que da elementos para intuir un arrepentimiento por el pasado:
«Cree, por los dioses, ¡oh Edipo! ... por respeto a ese juramento en que se invocan a los dioses ...»
Reina y esposa, paciente cuestionadora y elocuente desviadora del destino:
«[…] déjate de todo eso que está diciendo. Escúchame y verás cómo ningún mortal que posee el arte de la adivinación tiene que ver nada contigo...»
Madura ingenuidad con un claroscuro de incertidumbre; evidente perturbación ante el «y si de verdad fuera...» Tesoro el de la imaginación que explota Sófocles; uno no se queda en los hechos, trata de ir más allá en la búsqueda de los movimientos interiores: qué pasaría por aquel corazón adulto, por aquella conciencia herida por el pretérito, por aquella intuición tan particular de esta hembra...
«También estoy yo llena de zozobra...»
El miedo transitó sutilmente y, cada vez con mayor acento, en el continuo presente perpetuado en las palabras de una tragedia helénica. Sófocles nos legó un perfecto trasunto del sentir humano, del sentir femenino con unas características singularísimas:
«¿Qué te pasa Edipo, en qué piensas?»
Se confunden las palabras de la esposa con las de la madre y, el esposo e hijo, pareciere reconocer esa voz, esa tonalidad maternal en la filial respuesta:
«... ¿a quién mejor que a ti podré contar el trance en que me hallo?»
Juego, plenitud de tonalidades y latitudes tan variadas; Yocasta: la reina, la esposa, la madre: la mujer.
Yocasta sufre tanto o más que Edipo. Es la medida, la fuente, la continuidad del dolor; por su conducto conocemos las contritas respuestas de Edipo. En ella esta el clímax de la perplejidad, de la evasión del destino, de la renuncia, de la inaceptación de la probabilidad inminente; evade y se evade de la realidad y, cuando no puede más gime:
«¡Ay malaventurado!, ¡ojalá nunca sepas quién eres!»
Se despide dolorosamente de la obra porque es consciente de la fatalidad, de la justicia convertida en castigo tras la falta cometida:
«... esto es lo único que puedo decirte porque en adelante ya no te hablaré más.»
Qué excelente fotografía de la desesperación. La falta de fe, la desesperanza tiene ejemplificación en el suicidio de Yocasta. Ella quiere matar la culpa, y su retoño, el dolor, con el suicidio. No está decidida a afrontar de otro manera el destino. El dolor proporciona un furor capaz de colocar una soga en el cuello y perder, en los milenarios segundos, poco a poco la vida. Yocasta hará explotar la conmoción, la compasión, la pasión del lector. Uno se conmisera de Edipo quien llorará no sólo a la esposa sino también a la madre. Es, efectiva y afectivamente, un desdichado infortunado. Con Yocasta muere y empieza el sufrimiento, se confunde la desgracia del marido y la mujer, del hijo y la madre.
Yocasta no es un personaje a secas. Es, ante todo, una mujer; y como tal nos aporta una amalgama de matices y oposiciones que captan, mantienen, transportan, dibujan, mueven... Cuando la figura femenina no aparece en una obra el autor se ve obligado a donar sus peculiaridades a algún personaje pero, ya está dicho, es un elemento indispensable en las tragedias griegas y, me atrevo a decir, en toda obra literaria. ¿Siempre fue así? Literariamente sí que lo fue, mas en la praxis, en la vida donde la realidad cobra verdad, no lo fue.
No es extraño el protagonismo de la mujer en la tragedias «sofócleas.» Antígona y Electra, dos nombres femeninos, designan el título de dos obras mientras que en el conjunto podemos hallar una gama de gamas en caracteres y temperamentos pasando desde Tecmesa a Lidia, Eurídice, Crisótemis o Clitemestra por mencionar sólo algunas.
La historia, la literatura y la filosofía de los tiempos que no vieron brillar la divina lumbre del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo constituyen el insulto más procaz que se ha lanzado contra la dignidad de la mujer criada por Dios para que fuera compañera del hombre.
A medida que las generaciones, olvidadas de la revelación primitiva, se iban hundiendo en los abismos de la depravación, se caminaba, asimismo, desfigurando la tradición sobre la dignidad de la mujer. No llegó hasta ellas sino una vaga noticia de su primera culpa; parece que no vieron en la mujer sino la causa de todo mal que aflige al género humano. Los pueblos gentiles vinieron a olvidar que la mujer tenía una misión en la vida.
Grecia y Roma, que entre los pueblos paganos parecen simbolizar lo que hubo de más culto en la antigüedad, vienen con su historia a darnos testimonio de la opresión y envilecimiento en que cayó la mujer a causa del despótico poder que sobre ella ejerció el hombre al introducir en el matrimonio el derecho a repudiarla. Se oye en los teatros de la antigüedad este lloroso lamento con que en la «Medea» de Eurípides se querella el sexo débil:
«Entre todos vivientes somos nosotras, las mujeres, la raza más abyecta.»
Pero con el advenimiento de la ley evangélica llegó para la mujer la hora de su rehabilitación. Porque con el cristianismo y sus ideas sobre igualdad y humanidad de todos ante Dios, venía a enaltecer y mejorar el estado de la mujer: la literatura insolente se desmandaba con la mujer y halló un freno en los preceptos cristianos.
En el Génesis se nos describe la creación de la mujer y su carácter. Ella es la compañera, auxiliar del hombre y semejante a él.
Aunque los antiguos no vieron en la mujer más que la belleza natural, los escultores y artistas la reprodujeron con perfección y formas delicadas: Fidias, Policletes, Praxíteles, Zeuxis, Parrasio, Apeles y Pausanias casi la idealizaron. Sófocles, desde las letras, nos regala un reflejo de la multiplicidad de mujeres en sus distintos personajes; en este caso Yocasta, la esposa-madre.
En las obras medievales la mujer no aparece nunca con superioridad plástica. No obstante los imagineros del gótico dieron a sus ángeles y santos una belleza femenina. En el renacimiento los pintores y escultores se dejaron influir por la belleza de las formas con detrimento del carácter mientras que los artistas modernos han encarnado y personificado en la mujer a la ciencia, a las artes, a las virtudes y a los vicios. En retrato apenas hay algún autor que no haya pintado una mujer.
Sófocles ha sabido pintar y esculpir con letras a Yocasta regalándonos a una mujer que destella, en este momento de su vida, afecto, ignorancia, comprensión, apoyo... confrontándolo con la ambición, la desobediencia, la vanidad, el interés del que nace, en suma, la historia misma de Edipo rey. Y es que la leyenda, el conjunto histórico que está detrás, es mucho más que la reducción, rica sí, pero únicamente conclusiva, de la obra de Sófocles. Según Decharme, la leyenda tiene un significado mítico: Yocasta es la aurora que precede al sol y por eso parece que éste nace de ella, y al llegar el sol a su ocaso semeja unirse al crepúsculo vespertino o aurora de la tarde. Edipo es el héroe solar y Yocasta la aurora matutina y vespertina. Edipo Rey, y en la obra, Yocasta, es síntesis de mito y leyenda, de tragedia y fábula, de esencia humano – divina, de enseñanza y prevención, de justicia y conciencia: de poesía. Y por eso es clásica, por eso es pedagógica, por eso es griega.
Yocasta tiene actualidad. Es, de alguna manera, el reflejo de la taciturnidad de las jóvenes desorientadas de nuestra civilización globalizada. Sólo que, en este caso, es mejor abortar antes que padecer... desgraciadamente.