Señor, dame una buena digestión... y, naturalmente, algo que digerir
Un imborrable recuerdo infantil, que presenciaba en algunas iglesias, eran esas imágenes o esculturas, en madera o yeso, de santos con los rostros severos, la tez pálida; algunos con caras de sufrimiento o de dolor, y casi siempre transmitiendo tristeza. Otros externaban un aire demasiado angelical, al punto que no parecían seres de carne y hueso.
El Siervo de Dios, Juan Pablo II, dejó un legado de dimensiones inimaginables para toda la humanidad sin excepción de raza, sexo o credo. Amó a todos, fue consciente de su misión como pastor, no sólo del “pueblo de Dios”, sino también de las “ovejas perdidas de la casa de Israel”.