La familia: es lo más íntimo del ser humano. El lugar en donde el ser humano es iniciado y educado para entender el planeta al que llegó. El lugar en donde le es sembrado su sistema de preferencias, sus gustos y sus amores.
El lugar en donde aprende a distinguir, a calificar, a dirigir y a entender sus sentimientos. Es el lugar, pues, en donde es formado, en donde empieza a utilizar y a manejar sus dos grandes sistemas de aprendizaje: el intelectual y el emocional.
Para esto y para la afinidad, la armonía, el amor, la ilusión, la comprensión, el respeto, el desarrollo pleno en toda su magnitud humana, la confianza, la moral, la religión, la virtud de relacionarnos con los demás, y todas las grandes metas imaginadas o no, la familia fue creada por Dios, para el asiento perfecto a su criatura preferida, al punto culminante de su creación: el ser humano.
Como todo lo que existe, en la dualidad de opuestos –el bueno y el malo– la familia, que es buena por creación y por concepción, tiene y se enfrenta a innumerables enemigos que significan la contraparte, lo malo.
La incultura, la improvisación y la infidelidad son tres de estos terribles enemigos, y son más terribles porque no son reconocidos como tal. Vivimos una tremenda incultura de lo que hacemos y sus reales consecuencias, cuando nos decidimos a formar nuestra propia familia.
¿Cuál es nuestro compromiso real, profundo, consciente como esposo y como padre? ¿Cuál en nuestro compromiso real, profundo y consciente como esposa y como madre? ¿En dónde comienza y en dónde y cuándo termina?... ¿Y acaso termina alguna vez?
¿En qué consiste educar a los hijos? ¿Es suficiente enviarlos a la escuela? ¿Es suficiente ponerles una nana? ¿Es suficiente dejarlos al cuidado de la sirvienta cuando salimos? ¿Es suficiente proporcionarles el entretenimiento de la televisión?
Pregunto porque hacemos todo esto y otras cosas más en beneficio de nuestros hijos… y entonces, por lo tanto, estamos cumpliendo al 100 por ciento, ¿o no?
Los niños crecen copiando todo lo que ven, y los padres somos los ejemplos a copiar y esto no lo sabíamos a cabalidad cuando fuimos padres y no lo saben a cabalidad los nuevos padres.
¿Qué modelo digno de copiar somos o hemos sido para que unos seres humanos inocentes nos imiten? ¿Y qué esperamos de ellos y su actuación futura en la vida, como una copia nuestra?
Nadie nos enseña a ser padres, en el mejor de los casos tratamos de imponer el sistema que a nosotros nos impusieron, y muchas veces, tal vez la mayoría, improvisamos lo que creemos que es mejor, y desde luego que influye determinantemente el estado de ánimo en el que nos encontremos, nuestro buen o mal humor.
Incultura e improvisación, dos terribles enemigos: fumamos y bebemos licores delante de ellos. A veces se nos pasan las cucharadas delante de ellos. Nos peleamos los padres delante de ellos. A veces, y en algunos casos, y muchas veces, golpeamos a la madre delante de ellos.
Claro que también nos divorciamos y los abandonamos en una muestra clara de la improvisación con la que nos casamos, la falta de convicciones, de principios y cultura familiar.
Y la terrible infidelidad. Terrible porque tiene dos monstruosas cabezas: la infidelidad a mi mismo, a mis principios, a mis convicciones, a mi religiosidad; y la infidelidad al ser amado, a su lealtad, a su confianza, a la promesa mutua.
Entonces, debemos aceptar que los principales y terribles enemigos que tiene esa extraordinaria institución, la buena familia, somos nosotros mismos, los formadores incultos, improvisados e infieles, de familias que se convierten, a veces, en agrupaciones defectuosas y, en algunos casos, malas, lamentablemente.
Los vicios, las malas costumbres, la televisión cada día más llena de pornografía y majadería, y la falta de supervisión adecuada ante estos elementos externos a nuestra intimidad familiar, son, desde luego, coadyuvantes en la batalla en contra de la buena, santa, hermosa, confiable y necesaria familia.
Ojalá mejoremos en la construcción y maduración de familias buenas, en el lugar en el que valga la pena llegar todos los días, en el que valga la pena que crezcan nuestros niños, en el que valga la pena visitar a nuestros viejos, en el valga la pena envejecer y morir en paz, en lealtad, en confianza y en amor a Dios.