El Siervo de Dios, Juan Pablo II, dejó un legado de dimensiones inimaginables para toda la humanidad sin excepción de raza, sexo o credo. Amó a todos, fue consciente de su misión como pastor, no sólo del “pueblo de Dios”, sino también de las “ovejas perdidas de la casa de Israel”.
Juan Pablo II, desde que era el Cardenal Wojtyla, escribió y predicó mucho sobre el verdadero sentido de la sexualidad y del amor. Una de sus obras maestras en este ámbito la escribió aún siendo el Cardenal, en Lublín en 1960: “Amor y responsabilidad”. En esta obra, Karol Wojtyla parte de un personalismo basado en el ser, y de ahí despliega todo un tratado sobre la sexualidad humana siempre basada en el amor; un amor que no es un mero sentimiento, sino un acto de la voluntad.
En su análisis personalista, desarrollado en el libro “Amor y responsabilidad”,Juan Pablo II manifiesta la importancia de reconocer siempre en el otro, una persona digna de respeto y con igual dignidad en cuanto criatura de Dios. La realización de cada persona se alcanza en el don de sí. El respeto del otro en cuanto persona que es distinta de mí, constituirá el núcleo central de la “Teología del cuerpo”.
La intención que le animaba en Amor y responsabilidad era presentar la moral de la Iglesia no en términos de lo permitido/prohibido, sino a partir de una reflexión sobre la persona, en la que busca la justificación y el fundamento de las reglas éticas.
Su intuición de partida es que en el contexto de los años 60, los hombres y las mujeres ya no aceptarían las reglas de la moral tradicional tal como éstas habían sido formuladas hasta entonces, y no serían capaces de aceptarlas más que a partir del momento en que pudieran ver en ellas un itinerario que les condujera hacia una mayor realización de sí mismos, discerniendo en ellas los medios para encaminarse hacia una consumación total de la persona.
El fundamento de la moral es no usar nunca al otro, no instrumentalizarlo jamás, pues al hacerlo lo cosifico, atento contra su estatuto de persona para rebajarle al nivel de un medio, de un objeto. Amar se opone a utilizar: si amo, no puedo “hacer uso” del otro, debo entregarme primero a él.
El sexo abarca a la persona en su totalidad, en sus tres dimensiones: la física, la psíquica y la espiritual. El ser humano es un ser sexuado en toda su persona. El sexo no es un acto o una parte de la persona solamente, sino que envuelve a la persona por completo.
“Que la mujer y el hombre sean personas no cambia nada en su respectiva naturaleza. Pero el contexto sexual no se limita al diferencia ‘estática’ de los sexos, importa igualmente la participación real en las actividades humanas de un elemento dinámico, estrechamente ligado a la diferencia de los sexos” (Amor y responsabilidad. Del capítulo II, “Interpretación de la tendencia sexual”, parte 7. ¿Instinto o impulsión?).
El hombre y la mujer son tales desde su fisiología y composición biológica, pasando por la parte psíquica de sus emociones y sentimientos, y llegando a la dimensión espiritual compuesta por su inteligencia y su voluntad.
Por esto es por lo que no podemos decir que el impulso sexual en la persona humana es un instinto, dado que el hombre posee la inteligencia y la voluntad, no para controlar ese impulso, sino para encauzarlo.
“Por instinto entendemos, aunque sea sinónimo etimológicamente de ‘impulsión’, una manera de actuar que nos remite a su fuente. Es una manera espontánea de actuar, no sometida a las reflexiones características que en la acción instintiva los medios muchas veces escogen sin ninguna reflexión sobre su relación con el fin que uno se propone obtener. Esta manera de proceder no es típica en el hombre, quien precisamente posee la facultad de reflexionar sobre la relación de los medios con el fin” (Amor y responsabilidad. Del capítulo II, “Interpretación de la tendencia sexual”, parte 7. ¿Instinto o impulsión?).
Una característica que nos puede demostrar esto, es la falta de periodo de celo en el ser humano a diferencia de cualquier otro animal que sólo puede reproducirse cuando les llegan estos periodos.
De esta forma, el ser humano le da un valor al acto sexual no de mera reproducción, sino de procreación, al ser conscientes de que esa acción puede ser el motor para la creación de una nueva vida; que ese amor y responsabilidad que viven los cónyuges puede ser el instrumento directo que Dios va a utilizar para traer al mundo a una persona más.