Hace muchos años conocí a Malcolm Muggeridge a través de sus artículos, ensayos y libros. Entonces era una celebridad como periodista. Admiraba su claridad y valentía para exponer las ideas cristianas. Era un apasionado defensor de la dignidad de la persona humana.
Recuerdo sus entrevistas en televisión sobre el tema del aborto. Sus argumentos en defensa de la vida del concebido me siguen pareciendo contundentes. Fue uno de los grandes defensores de la Encíclica Humanae Vitae del Papa Paulo VI, quien expuso de modo orgánico y sistemático las ideas centrales sobre la vida humana y el amor conyugal.
Cuando, en 1968, el Romano Pontífice condenó el aborto y la píldora anticonceptiva, se armó un verdadero revuelo en muchos ambientes, incluidos en algunos círculos católicos. Muggeridge dio la batalla en los medios de comunicación apoyando las ideas medulares de esta trascendental Encíclica.
Tenía una personalidad apasionada, decidida y con mucha energía, no obstante que ya era una persona mayor. En varias ocasiones se unió a la Madre Teresa para hacer verdaderas campañas por la cultura de la vida.
Denunciaba el relativismo de nuestra sociedad que tiende a despreciar la existencia humana, aprobando leyes que permiten el aborto, la eutanasia, el infanticidio, la drogadicción, la experimentación con embriones, etc. No dudó este célebre comunicador en llamarle “la cultura de la muerte” a esta nueva oleada de barbarie.
Pero personalmente desconocía sus antecedentes biográficos. Muggeridge fue agnóstico, socialista y ferviente partidario del “amor libre”. Vivió, en su juventud, una vida de desórdenes morales, hasta que un día decidió poner punto final a su modo de proceder en materia sexual.
“La felicidad –escribió– es un hermoso y ligero cervatillo. Cuando logras cazarlo, se convierte en una pobre presa desesperada y, después de morir, en un hediondo pedazo de carne”.
Había demostrado su capacidad de ser desleal con su mujer, pero no que aquello le hiciera feliz. La autosatisfacción era sólo una frustrante distracción, un callejón sin salida de la sensualidad. La verdadera felicidad la tenía que buscar en otro sitio.
El 5 de enero de 1954 comenta que, mientras se rasuraba, le asaltó la idea de que, entre todas las cosas, lo que más debería de anhelar era tomarse en serio la vida cristiana. Pero sus progresos hacia esa fe de la que carecía, por bastantes años, fueron tímidos y lentos.
En 1967 grabó para la BBC de Londres La Vida de Cristo, filmada en Tierra Santa. La semilla de su inquietud por hacerse cristiano comenzó a desarrollarse.
En 1968, este periodista había dimitido a su cargo de Rector de la Universidad de Edimburgo por negarse a aceptar y justificar las protestas estudiantiles para la legalización de la droga LSD y la libre distribución de la píldora anticonceptiva.
Le pareció que eso atentaba contra los valores de la civilización occidental y fue muy criticado por otros intelectuales. De continuar así –pensaba– la sociedad moderna y liberal está socavando sus principios morales y profetizó el inicio de su decadencia y degradación moral.
Pero en 1969 –se cumplen ahora 40 años–, ocurrió un hecho trascendental para su vida: su encuentro con la Madre Teresa de Calcuta. Muggeridge había obtenido permiso para rodar una película sobre “Las Misioneras de la Caridad”, la vida de su Fundadora y el trabajo ejemplar que realizan en favor de los más pobres en la India.
Durante los cinco días que duró la filmación asistió a Misa, acompañando a la Madre Teresa y a las demás misioneras. “La Madre Teresa –escribió– es en sí misma una conversión viviente; es imposible estar con ella, escucharla, observar lo que hace y cómo lo hace, sin sentirse en cierto modo convertido”.
Finalmente, el 27 de noviembre de 1982, Malcolm Muggeridge y su esposa Kitty fueron recibidos en la Iglesia Católica. Él tenía cerca de 80 años. El camino hacia la fe le llevó toda una vida de búsqueda. Se pasó toda su existencia “luchando contra Algo que sabía que acabaría apoderándose de él y cautivándolo”.
Siempre manifestó una inmensa gratitud hacia la Madre Teresa de Calcuta, quien le había animado mucho a unirse a la Iglesia.
“No se puede expresar con palabras la deuda que tengo con la Madre Teresa. Ella me ha enseñado una visión totalmente nueva de lo que significa ser cristiano, de la asombrosa fuerza del amor, y de cómo éste es capaz de brotar en un alma entregada hasta abarcar al mundo entero”.