Un imborrable recuerdo infantil, que presenciaba en algunas iglesias, eran esas imágenes o esculturas, en madera o yeso, de santos con los rostros severos, la tez pálida; algunos con caras de sufrimiento o de dolor, y casi siempre transmitiendo tristeza. Otros externaban un aire demasiado angelical, al punto que no parecían seres de carne y hueso.
Me quedaba invariablemente con la impresión de que eran santos para admirar pero imposibles de imitar en la vida ordinaria de un cristiano, porque me parecían mujeres u hombres extraordinariamente espirituales, y yo estaba a "años luz" de poder emularlos.
Con los años y un buen número de lecturas de biografías de santos, me he percatado que esa apreciación de mi infancia estaba equivocada y fuera de la realidad, porque la vida de estas almas que la Iglesia venera y pone como modelo eran –en la casi totalidad de los casos– personas completamente normales: con sus luchas, sus defectos dominantes, sus vencimientos o sus derrotas. Pero siempre rectificaban, se corregían y se empeñaban con todas sus fuerzas en mejorar cada día un poco.
Hay un libro titulado Los defectos de los santos, escrito por el Padre Jesús Urteaga, que muestra, en una acertada selección, la caracteriología de algunas vidas ejemplares. Pone énfasis en que los santos, además de sus notables virtudes, tenían también defectos y limitaciones. Recomiendo ampliamente su lectura.
Todo esto viene a cuento, porque este mes de junio –el día 22–, la Iglesia conmemora la memoria de Santo Tomás Moro. Nació en 1477, fue un abogado y conocido escritor, esposo y padre de familia ejemplar. Es un santo por el que tengo una simpatía especial por su considerable prestigio profesional, su honradez de cristiano, y su envidiable sentido del humor.
Fue contemporáneo del Rey de Inglaterra, Enrique VIII. Ambos llevaban una buena amistad y se conocían y trataban desde niños. Como Tomás poseía una inteligencia privilegiada y un gran talento para gobernar, poco a poco Enrique VIII le fue asignando puestos cada vez de mayor responsabilidad.
Como Tomás era prudente, sabio y muy leal al Rey, éste decidió darle un cargo de suma importancia en Inglaterra: Gran Canciller del Reino. Dicho en términos coloquiales, "el segundo de a bordo" en poder y tomas de decisión, después de su Majestad.
Tomás estudió Derecho, pero también se interesó mucho por la Filosofía y la cuestión social. Era un intelectual reconocido internacionalmente y tenía particular amistad con muchas de las grandes figuras del Renacimiento, entre ellas, Erasmo de Rotterdam.
Moro escribió un libro célebre, La Utopía, en el que planteaba algunas soluciones para que en la sociedad de su tiempo hubiera una mayor justicia social y distribución de la riqueza, siempre con un trasfondo cristiano.
Este libro sirvió de inspiración a muchos católicos para tratar de llevar a cabo sus ideas, por ejemplo, en continente americano. Me vienen a la memoria dos grandes luminarias que aplicaron sus principios: Vasco de Quiroga en la zona central de la Nueva España, y Eusebio Kino en los territorios de Sonora y Arizona.
Todo iba muy bien en la vida de Tomás Moro y su desempeño profesional, hasta que el Rey Enrique VIII exigió a la Santa Sede la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. El Papa no se la concedió y el Monarca decidió casarse con Ana Bolena, romper relaciones con la Iglesia católica, y fundar su propia iglesia: la Iglesia Anglicana, negando al Romano Pontífice toda autoridad.
En 1534, el Rey exigió a todos los ciudadanos que hubieran alcanzado la edad legal, que prestasen juramento al "Acta de Sucesión", en la que se reconocía como matrimonio la unión de Enrique VIII con Ana Bolena.
Como era de esperarse, Tomás Moro ni asistió a la boda (a pesar de las presiones del Monarca) ni rindió juramento a dicha acta. Después de largas conversaciones con Enrique VIII para persuadirlo de su errónea decisión, al ver que éste no rectificaba su postura, y ante el desarrollo de los acontecimientos cada vez más radicales y antipapistas, decidió renunciar a su alto cargo.
Poco tiempo después, el Rey lo mandó encarcelar en la Torre de Londres y murió decapitado en 1535. En la cárcel sufrió todo tipo de escarnios y desprecios de personajes palaciegos, de hombres influyentes en la vida política de su país, de su propia esposa y de otros familiares y amigos.
Pero Tomás tenía la firme convicción que había que ser fiel y obediente, ante todo y en primer lugar, a Dios y al Papa, por encima de la autoridad real.
Desde su cautiverio escribió una excelente obra titulada La Agonía de Cristo, que constituyen un conjunto de meditaciones espirituales sobre la Pasión de Nuestro Señor y que a él le sirvieron de gran ayuda y consuelo para salir anímicamente victorioso en esa tremenda prueba.
Hay un rasgo de su personalidad que me resulta particularmente atrayente: nunca perdió su buen humor, aún en las circunstancias más dramáticas. Cuando sus hijos o su mujer se quejaban por las dificultades y contrariedades comunes, Tomás les decía que no podían pretender "ir al Cielo en un colchón de plumas".
Se necesita una verdadera santidad y una alegría hondamente arraigada en Dios para haber escrito estos versos, viviendo en una lúgubre cárcel donde lo alimentaban con pan y agua, y desprendido de todos los bienes materiales:
Señor, dame una buena digestión
y, naturalmente, algo que digerir.
Dame la salud del cuerpo
y el buen humor necesario para mantenerla.
Dame un alma santa, Señor,
que tenga siempre ante los ojos lo que es bueno y puro.
De modo que, ante el pecado, no me escandalice,
sino que sepa encontrar el modo de remediarlo.
Dame un alma que no conozca el aburrimiento, los ronroneos, los suspiros y los lamentos.
Y no permitas que tome demasiado en serio
esa cosa entrometida que se llama "el yo".
Dame, Señor, el sentido del humorismo.
Dame el saber reírme de un chiste
para que sepa sacar un poco de alegría a la vida
y poder compartirla con los demás.
Gracias a su hija Margarita y su esposo, se conservan muchas cartas y testimonios que en mucho contribuyeron a su causa de canonización. En su camino al cadalso, donde sería decapitado, tuvo varios detalles significativos. A su hija Maggy le dijo:
"Adiós, mi querida hija: reza por mí, que yo lo haré por ti y por tus amistades para que alegremente nos encontremos en el cielo".
Hasta el último día de su vida estuvo intensamente rezando por Enrique VIII y su conversión. En la cuesta de Tower Hill echó mano de un bastón para aliviar el esfuerzo. A poca más altura se alzaba el cadalso, mal armado y un tanto endeble.
Moro miró con recelo los peldaños por los que tenía que encaramarse al tablado, y al poner el pie en uno de los travesaños, vio que le faltaban energías, pero no perdía su alegría y su semblante animoso. Con mucha decisión tiró el báculo, solicitó el apoyo del lugarteniente y le dijo:
"Ayúdame a subir seguro, que en cuanto me corten la cabeza, sabré bajar por mis propios medios".
A continuación se puso de rodillas a orar, pidiendo perdón de sus faltas, y rogando a Dios por su Rey para que le diese buen consejo, dejando claro que moría por ser buen servidor de su Majestad, pero que primero había que obedecer a Dios antes que a los hombres.
El verdugo encapuchado que lo iba a ajusticiar le pidió perdón de rodillas, y Tomás le dijo con buen humor: "¡Ánimo, hombre!, no tengas miedo de cumplir con tu oficio. Mi cuello es muy corto. Cumple tu tarea con acierto y no me des de lado, para que quede a salvo tu honradez".
El ejecutor quiso vendarle los ojos, pero Moro se los cubrió él mismo, tapándose la cara con un pañuelo que traía. Se reclinó despacio, colocando la cabeza sobre el tajo. Pero al quedársele prendida la barba entre la garganta y el madero, advirtió al verdugo: "Por favor, déjame que pase bien la barba por encima del tajo, no sea que me la cortes".
Sus familiares y amigos lloraban muy conmovidos ante esta dramática situación, y Tomás Moro les dijo con gran serenidad y visión sobrenatural: "Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que parezca, es en realidad lo mejor. Estoy seguro de que en el cielo nos veremos otra vez alegres, con la certeza de vivir y amarnos en la dicha eterna de la bienaventuranza".
Después de su martirio, su fama de santidad rápidamente se extendió por todo el mundo occidental. En 1886 fue beatificado y el 9 de mayo de 1935 el Papa Pío XI declaró santo a este insigne laico inglés.
Santo Tomás Moro es hoy una de esas figuras históricas que atraen a la humanidad por encima de los credos y de las divisiones políticas. Murió mártir por la unidad de la Iglesia, por la supremacía de los Pontífices de Roma (legítimos sucesores de San Pedro), y por ejercer sus derechos ciudadanos.
Su fortaleza y libertad de espíritu fueron admirables, unidas a un carácter enormemente humano, alegre, lleno de buen humor y felicidad, tan propio de los hombres de Dios.
Constituye, sin duda, todo un ejemplo vivo y permanente para los hombres de nuestro tiempo.