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Meter el corazón. Enséñanos a orar

Querer aprender a orar

Es conocida como proverbial la sencilla sabiduría del refranero español. Sentencias claras y contundentes como: “nunca es tarde si la dicha es buena”, o “no te acostarás sin haber aprendido algo nuevo”, junto con otros refranes como: “más vale tarde que nunca”, y también: “el saber no ocupa espacio”, nos motivan para seguir aprendiendo diariamente detalles nuevos, sin desfallecer, sin preocuparnos por la edad o las capacidades personales. Además, estos refranes contienen un gran aliciente pedagógico para los que nos dedicamos al arte y ministerio de la enseñanza.

Eso mismo me sucede a mí, que cada día aprendo algo nuevo del arte del bien orar. Procuro aplicármelo a mí mismo, para enseñárselo después a los demás. Por eso, dedico estas líneas a quienes quieren progresar en el sistema personal de la oración. De este modo, me remonto humildemente a la mejor escuela de orantes, a la de nuestro Señor Jesucristo, a quien un día los apóstoles, impresionados por su testimonio, le preguntaban sobre cómo orar, desplegando aquella petición que se ha hecho clásica entre nosotros: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». (Lc 11,1).

El punto clave, el meollo de la cuestión, algo que uno aprende a base de intentarlo, reside en el fondo de nosotros mismos. Preside como título nuestro artículo: para orar hay que meter el corazón. No basta usar fórmulas superficialmente o ponerse de rodillas con descuido. La oración ha de brotar del corazón, con ganas, con pasión, con sentido de urgencia. Meter el corazón se antoja una expresión fácil, inteligible y directa, pero vaya si cuesta pasarla a la vida real. Recuerdo bien el consejo de mi director espiritual en los años mozos de mi iniciación, diciéndome constantemente: mete el corazón en la oración. Al inicio, lo confieso, me sonaba a música celestial, como algo reservado para los altos vuelos de la mística.  Luego, poco a poco, ha penetrado como aceite que impregna y percude el paño de los tejidos interiores de mi vida.

No entendía yo si meter el corazón se refería a echarle ganas, a poner sentimientos o a ser tenaz contra las distracciones. Pero terminé intuyendo con los años que se refería a convertir mis plegarias en un diálogo afectivo y personal, en un encuentro diario y directo con el Señor. Porque, efectivamente, en la oración he de involucrar los sectores más íntimos y personales de mi ser: el corazón, los afectos, los sentimientos profundos, las ansias y preocupaciones, las pasiones y necesidades. De la oración bien hecha, así de íntima, sale uno convertido, tocado o transformado en su corazón.

Si no metemos el corazón, nos descorazonamos, se nos va el alma tras las inquietudes, afanes personales, sueños y demás ramillas del egoísmo. El corazón constituye la sede central de todo ser humano, el núcleo de mi personalidad. Ahí encontramos lo bueno, lo malo y lo indiferente. Precisamente del corazón brota todo lo que me define como persona y también los móviles de mis acciones, mi conciencia, mi identidad y mis anhelos.

Jesús decía que «del corazón salen las intenciones malas, los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones, los robos, falsos testimonios e injurias.  Eso es lo que contamina al hombre» (Mt 15, 19-20). También, por la misma razón, podemos decir en positivo que del fondo del corazón brotan las acciones buenas, la bondad en las palabras, la verdad de los juicios, los actos de caridad, los buenos propósitos, los actos heroicos de virtud…etc. Y, por añadidura, de ahí ha de brotar con más razón la oración sencilla y filial del creyente, como sistema de orar y también como fuente originaria de mis súplicas.

Entremos en la oración con este buen espíritu: metamos el corazón, purifiquemos el corazón, convirtámoslo en un corazón creyente, bondadoso, humilde y generoso. Como el Corazón de Jesús cuando hablaba con su Padre. Así, la oración tocará y convertirá las fibras más hondas de nuestro ser.  No será superflua o aleatoria. Será eficaz, suavizará como un bálsamo, sacudirá como un vendaval, curará como un colirio, agrandará mis ideales como un vasodilatador de mi corazón. Me transformará en persona nueva.

La verdad es que para una sociedad tan agitada, estresada y convulsa como la nuestra, la oración afectiva viene como anillo al dedo. No precisa mucho tiempo, sino sólo interés y práctica. Hace falta parar el carro un rato al día y entregarnos a cargar las baterías del espíritu, para que nuestra alma no quede confusa y contaminada con los mil ruidos y avatares de nuestra precipitada existencia.  ¡Se ven tantas almas descorazonadas, lánguidas y medio secas! Nos contagiamos de desesperanza, nos hartamos de rezos infructuosos, nos salpica el malhumor por no sentirnos escuchados por el más allá...

Orar bien, con el corazón, es algo que se aprende. Nadie nace orando. Hay métodos, sistemas, fórmulas. Cada individuo tiene que probar y hacer propio un sistema personal para unirse con Dios y descansar con Él, al inicio o al final del vértigo de la jornada. Así lo hizo Jesús y lo enseñó a sus seguidores con su palabra y ejemplo. Así se recogía a menudo, de noche y de día en profunda oración. Como aquél día en que les llevó a un sitio sereno para que descansaran. «Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco». Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer» (Mc 6, 31). Algo semejante nos acontece a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, que muchas veces no disponemos de tiempo ni de ganas para rezar. ¡Tan llenos estamos de nosotros mismos, por nerviosismo, por el tráfago vertiginoso de nuestras jornadas! Por eso, más que nunca necesitamos del retiro, de unos ejercicios espirituales, de un alto en el camino para separarnos de negocios y afectos desordenados, para centrar nuestro corazón en la comunión con Dios.

Aprendamos a meter el corazón cuando oramos

Repasemos brevemente aspectos esenciales que nos permiten avanzar por la senda de la vida de oración. Somos conscientes de que el modo y la profundidad de nuestra oración marcan siempre el estado y la altura del alma en su dimensión espiritual. Dime cómo oras –podríamos decir, glosando el refrán castizo- y te diré quién y cómo eres.

1.- Meter el corazón equivale a poner interés. En efecto, el mejor ingrediente de la oración es QUERER ORAR, tener ganas de hacerlo, aplicarse a ello. Es decir: querer ponerse en contacto con Dios, venciendo las rémoras de las circunstancias adversas. Esta difícil tarea se aprende con tiempo y con mucha práctica. A veces sólo querríamos remotamente orar, pero no ponemos los medios conducentes para ello.  El que no pone el corazón se distrae, se aburre, se cansa y lo deja, porque sus afanes, gustos y deseos no están centrados en Dios. Sin el corazón ferviente, apaga y vámonos.

2.- Meter el corazón significa dirigirnos a Dios como a Alguien que nos escucha. Dios no es una cosa, una idea o un cachito de historia sagrada. Es un Padre misericordiosísimo que nos ama y desea comunicarse con nosotros. Es un Hijo redentor que está siempre ahí, llamando a nuestra puerta, para reconducirnos a su Amor. Es un Espíritu santificador amantísimo que nos guía con su luz y su fuerza. Recurramos a Él por medio de esas oraciones preparatorias espontaneas, breves, que brotan del corazón en ocasiones especiales: como acciones de gracias, peticiones de perdón, elevaciones del alma para pedir favores a Dios, súplicas por necesidades personales o ajenas, suspiros que buscan su atención. Y una vez conectados en esa frecuencia de fe, recorramos el camino del diálogo juntamente con Él, inspirados por su compañía.

3.- Meter el corazón implica dar vida a las fórmulas de las oraciones vocales. El alma orante no es un papagayo o un aparato reproductor de palabras. Muchos rezos que hacemos de prisa y corriendo están muy lejos de la verdadera oración. De nada vale rezar distraídos o ausentes, como quien pierde el tiempo silabeando o canturreando mientras atiende realmente a otros asuntos. Hay que poner el alma en la oración, dedicarle lo mejor de mi propio ser.  Dedicarle un tiempo fijo, sereno y cotidiano. Así cundirá efecto y notaremos su fruto.

4.- Meter el corazón para quedarse a solas con el Amado. No se ora bien de cara a la galería, delante de todo el mundo, haciéndose notar, procurando llamar la atención, como deslumbrando a los que miran. No hemos de buscar aparecer, sino estar a solas con quien nos ama: «Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga». (Mt 6, 5) Es un consejo claro y terminante: eso entendemos por oración íntima y ferviente.

5.- Meter el corazón requiere dejar otras aficiones.  El que algo quiere, deja otras alternativas, por muy agradables que se antojen. Normalmente no oramos bien cuando conducimos, cuando guisamos en la cocina, cuando escuchamos música, cuando hacemos aerobics o cuando vemos el televisor. Aunque en esas actividades podamos elevar puntualmente  la mente a Dios, no oramos bien, porque no podemos hacer dos cosas simultáneamente. Hay que saber cerrar la puerta exterior e interior para evitar sentirse dividido. Si quieres orar, ora. Si no, haz otra cosa. Hay que dedicarse cien por cien a la oración: cuerpo, alma, tiempo y lugar: «Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará». (Mt 6,6)  Se entiende que lo secreto, lo nuestro más íntimo es nuestro corazón. Y se comprende que en buen Dios nos paga con abundante recompensa en esta vida y el la eternidad.

Conclusión: Ejercítate y ponlo en práctica

«Haz esto y vivirás» (Lc 10, 28), – decía Jesús al escriba que preguntaba sobre la caridad con el prójimo. A modo de conclusión y de modo análogo podríamos decir lo mismo en relación a nuestro progreso espiritual. Si queremos aprender a orar, hagamos esto: metamos el corazón, unámonos más a Él, escuchémosle con atención y mejoraremos sensiblemente cuando nos relacionamos con Dios. Abre tu corazón, exponle tus problemas al buen Padre Dios, mete el corazón cuando ores, dedícale tiempo, aunque sea poco, pero de calidad. Y vivirás como buen creyente, bendecido por Dios y dando abundante fruto. Lo testimonia excelentemente quien canta con el salmista su propia experiencia: «Confía en Él señor y haz el bien; sea el Señor tu delicia y Él te dará lo que pide tu corazón. Encomienda tu camino al Señor, confía en Él y Él actuará». (Sal 37, 3-5).