Padre Fernando Pascual L.C.
La vida es un tesoro frágil. Se han elaborado durante siglos muchas teorías sobre su origen, pero ninguna nos llega a convencer del todo. No está claro cuándo y cómo se inició la primera forma viviente sobre la tierra. Todavía es un misterio descubrir por qué una pequeña célula tuvo que alimentarse y reproducirse para conservarse en el tiempo. Lo que sí tenemos claro es la belleza de un planeta en el que nos topamos con miles de vivientes a cada paso.
Quien se pone delante de la Iglesia católica necesita dar una respuesta a la pregunta: ¿viene de Dios o viene de los hombres?
¿Viene de Dios? Si viene de Dios, si Jesús, Hijo del Padre, la ha fundado, merece ser tratada con el máximo respeto. La Iglesia sería entonces la expresión de un cariño inmenso de Dios, de un deseo de ofrecer a los hombres un camino de salvación, de felicidad, de paz.
El dolor es un fenómeno constante en nuestra vida. Un cambio de presión, un día caluroso o un viento helado, el cansancio después de un esfuerzo más intenso, el paso del tiempo sobre los molares, una indigestión...
Cientos de hechos tocan nuestro organismo, y muchos de ellos se “clavan” con esa experiencia continua del dolor. Sobre todo cuando se trata de “hechos espirituales”: a veces duele muchísimo más la traición de un amigo que la picadura de una abeja.
Amados por un Padre bueno
Dios es Dios. Porque es bueno, porque es todopoderoso, ha aceptado la aventura de que existan “otros”, que el mundo empiece a correr por los espacios, de que haya ángeles que pueden ser demonios, y hombres que puedan vivir de amor o vivir de odio.
Dios no es envidioso. No guarda para sí el tesoro de su existencia divina, de su perfección, de su amor. Dios entrega y da sin medida. Es Amor, es donación (cf. 1Jn 4, 1-8).
Hablar de Dios no es fácil. Algunos han usado el nombre de Dios para matar, para perseguir, para condenar a seres humanos, hermanos nuestros. Otros no comprenden cómo Dios pueda ser Dios cuando muere un niño en los brazos de su madre, cuando unos pocos explotan a los pobres, cuando hay quien construye cámaras de muerte o campos de exterminio...
Es hermoso poder amar y ser amados. Hay personas que nos dan su afecto porque aprecian nuestras cualidades, nuestra alegría, nuestra eficacia. O quizá nos aman porque resultamos simpáticos, tenemos un corazón bueno, sabemos animar a quien está a nuestro lado.
Sabemos que Cristo es el centro de los corazones, la plena realización del hombre, el Salvador del mundo, el Amigo que anhelamos desde lo más profundo de nuestro ser.
Sabemos, además, que millones de seres humanos buscan, de modo casi errático, otras aguas, otros “salvadores”, otras esperanzas. Pero no encuentran la verdad, no consiguen la paz, porque están lejos de Cristo.
El Adviento es como un camino. Inicia en un momento del año, avanza por etapas progresivas, se dirige a una meta.
Llega la invitación a ponernos en marcha. ¿Quién invita? ¿Desde dónde iniciamos a caminar? ¿Hacia qué meta hemos de dirigir nuestros pasos?
La invitación llega desde muy lejos. La historia humana comenzó a partir de un acto de amor divino: “Hagamos al hombre”. El amor daba inicio a la vida.
Adultos con corazones jóvenes
El P. Mario volvía alegre cuando le tocaba reunirse con los jóvenes de la parroquia. En cambio, su rostro era mucho más austero los días en que daba conferencias para adultos.
El padre abad lo había notado, y quería hablar con aquel sacerdote joven y lleno de entusiasmo.
Una tarde de otoño encontró la ocasión. El P. Mario estaba en el jardín, con un libro entre sus manos y la mirada reflexiva.
-Buenas tardes, P. Mario. ¿Cómo te fue esta semana?