El dolor es un fenómeno constante en nuestra vida. Un cambio de presión, un día caluroso o un viento helado, el cansancio después de un esfuerzo más intenso, el paso del tiempo sobre los molares, una indigestión...
Cientos de hechos tocan nuestro organismo, y muchos de ellos se “clavan” con esa experiencia continua del dolor. Sobre todo cuando se trata de “hechos espirituales”: a veces duele muchísimo más la traición de un amigo que la picadura de una abeja.
El dolor sentido aumenta y se hace más intenso cuando se convierte en dolor pensado, en dolor percibido, en dolor sufrido. A veces inicia el dolor de cabeza y casi no nos damos cuenta, porque estamos muy ocupados en otras cosas. Otras veces, en cambio, notamos señales de que va a iniciar ese mismo dolor, y sólo con pensarlo “nos duele” más, nos preocupa, nos angustia, nos inquieta.
El dolor, por lo tanto, entra en nuestra vida de distintas maneras. Como algo esperado o como una sorpresa que nos coge impreparados; como algo temido o como algo aceptado; como algo fortuito o como parte de un designio que nos supera y nos invita a entrar en otras dimensiones de la vida humana.
Querer excluir el dolor en nuestro día es como pretender vivir encapsulados. Porque parte del dinamismo de la vida consiste precisamente en ese dar y recibir que nos asusta y nos alegra, que nos llena de miedos o de esperanzas, que permite un momento de alivio o el inicio de nuevos dolores en el cuerpo o en el espíritu.
No podemos vivir sin el dolor, porque no podemos vivir sin acoger y sin dar. Con realismo, entonces, es posible aceptar el dolor como ingrediente necesario, como momento irrenunciable de los mil caminos que pisan cada día nuestros pies cansados.
Quizá el dolor sería menos intenso y menos “sufrido” si lo asumiésemos como parte de la propia existencia, si no nos rebelásemos inútilmente contra sus mordidas, si no buscásemos posturas más cómodas que no son sino esfuerzos vanos por posponer algo que siempre llega a los que somos caminantes de la vida.
Incluso, seguramente es lo más difícil, también podemos acoger esa pena profunda que sentimos al presenciar el dolor ajeno. Todos estamos en la misma barca, todos caminamos bajo soles de plomo o bajo lluvias molestas. El dolor del prójimo es parte de mi dolor, es parte de mi caminar humano; porque también él, como yo, avanza hacia nuevas metas en cada uno de los avatares de la vida incierta.
Sufrir con paciencia, sufrir con esperanza, sufrir con alegría, sufrir junto a quien llora y ama a nuestro lado. Parece difícil, pero es posible. Sin necesidad de recurrir a filosofías extrañas, sin tener que convertirnos en estoicos impertérritos o en budistas del nirvana. Para un cristiano, el dolor es parte del camino de la Pascua: morir para vivir, dar esa vida que recibimos y que es bella precisamente cuando nos damos. Dejar que Dios modele el propio cuerpo y el propio corazón sin llorar porque perdimos fuerzas, autonomía, inteligencia o bellezas pasajeras.
Más adelante y más adentro el alma inicia aventuras de amor insospechadas. Al contemplar a Cristo en la cruz sangrando; al escuchar, con la emoción fresca de creyentes sinceros, que el sepulcro está vacío, que el cielo es la meta de quienes amaron entre lágrimas, de quienes dieron su vida, gota a gota, por servir a familiares, amigos y compañeros ocasionales durante el breve, intenso y doloroso camino de la historia humana.