La vida es un tesoro frágil. Se han elaborado durante siglos muchas teorías sobre su origen, pero ninguna nos llega a convencer del todo. No está claro cuándo y cómo se inició la primera forma viviente sobre la tierra. Todavía es un misterio descubrir por qué una pequeña célula tuvo que alimentarse y reproducirse para conservarse en el tiempo. Lo que sí tenemos claro es la belleza de un planeta en el que nos topamos con miles de vivientes a cada paso.
Hay vida en ese árbol de la esquina, en la planta de la terraza, en la semilla que traemos del campo, en la paloma que busca comida entre los niños que juegan, en las hormigas que asaltan la despensa... Hay vida en el agua del estanque, en la profundidad de un océano inquieto, en el polvo que nos trae el viento, y bajo la tierra que nutre un árbol viejo.
Hay vida en el vendedor de globos de la esquina, en la anciana que pide limosna junto a la puerta, en el policía que organiza el tráfico, en el vecino que pone música para todos los del barrio. Hay vida en los niños que juegan a ser grandes y en los grandes que quisieran ser de nuevo niños. En los embriones, a veces tan poco respetados, y en los enfermos terminales, esos que luchan por conservar los últimos rescoldos de energía.
Hay vida, y nos estremece el recordarlo, en nosotros mismos. También tú, también yo, estamos dentro de ese inmenso mundo de la vida. Iniciamos a vivir desde dos células que se juntaron. Nos desarrollamos en el seno de nuestra madre y nacimos en un año más o menos lejano. Todos los días (esto vale también para quienes hacen dietas espartanas) necesitamos la ayuda de alimentos que nos permitan continuar la vida. Además, hemos de protegernos de mil peligros, de bacterias, de coches, de escaleras y hasta de perros agresivos. Y no dejamos de hacer algo de deporte para mantenernos en forma, para que los músculos y pulmones estén sanos, fuertes y preparados a cualquier peligro.
Es maravilloso poder vivir un nuevo día. El camino que nos ha permitido llegar hasta aquí nos invita a mirar hacia delante, para conquistar un porvenir que siempre tiene algo de incierto, de imprevisto; para proteger este tesoro, esta vida, que es frágil, vulnerable, incapaz de asegurarse una semana más en esta tierra.
Cuidar la vida, defender la vida, amar la vida. Cada vida nos desvela algo de un Amor mucho más grande, inmenso, imaginativo, divino. Dios es, nos lo dice la Escritura, “amante de la vida” (Sabiduría 11, 26). De la vida del “hermano lobo” y de la “hermana hierba”. De la vida de ese niño que acaba de ser concebido en el seno de su madre y de ese anciano que ya no puede asomarse por la ventana para ver volar las golondrinas. De mi vida, esa vida que no pedí, desde la que puedo, en cada instante, devolver amor a quien todo me lo ha dado. Esa vida con la que puedo enseñar a amar a quienes, junto a mí, avanzan cada día hacia el encuentro eterno con un Padre enamorado.