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¿Alejamos o acercamos a Cristo?

Sabemos que Cristo es el centro de los corazones, la plena realización del hombre, el Salvador del mundo, el Amigo que anhelamos desde lo más profundo de nuestro ser.

Sabemos, además, que millones de seres humanos buscan, de modo casi errático, otras aguas, otros “salvadores”, otras esperanzas. Pero no encuentran la verdad, no consiguen la paz, porque están lejos de Cristo.

Cristo va detrás de la oveja perdida, sigue las huellas de cada uno de sus hijos. Pero hay hijos que prefieren seguir en el mundo de la mentira en vez de caminar hacia la Verdad del Amor de Dios.

Tenemos claro todo lo anterior. Pero muchas veces, los católicos no somos capaces de ayudar a la gente a encontrarse con Cristo. Incluso a veces alejamos a la gente, les impedimos llegar a Cristo. ¿Por qué? ¿Qué nos ocurre? ¿Dónde está el fallo?

La respuesta no es fácil. A veces no podemos acercar a alguien a Cristo porque, simplemente, nosotros estamos muy lejos del Señor. Nos decimos católicos por la cultura, por la tradición, “de nombre”. Creemos que basta con ir a misa los domingos (no todos, por desgracia), con la confesión una vez al año y lo más rápido posible, con llevar a los hijos al bautizo y a los difuntos a un funeral católico. Pero hacemos eso sin el corazón, sin la fuerza de quien de verdad sabe que Cristo perdona, salva, nos ama y nos conoce profundamente. ¿Es que puede convencer de Cristo uno que tiene al Señor como un objeto de adorno en alguna pared de su casa mientras luego no es capaz de iluminar su vida con las bellezas que nos ofrece el Evangelio?

Otras veces no acercamos a Cristo porque proponemos un Cristo falso. Tenemos miedo de hablar de Jesús, creemos que la gente no está preparada para comprender que Él es el Hijo de Dios. Entonces, algunos organizan cursos de autoestima vacíos de la verdadera caridad cristiana, conferencias sobre programación neurolingüística, explicaciones del reiki y de todo tipo de doctrinas confusas y con elementos claramente anticristianos, como si así se ayudase a las personas a acercarse a Cristo, cuando lo único que se logra es crear confusión y, muchas veces, alejar del Maestro.

Ofrecer pseudociencias y pseudoprácticas psicológicas no sólo no prepara al Evangelio, sino que muchas veces hace que las personas nos digan un educado “adiós”. Les damos lo que ya el mundo les ofrece sin Cristo, les proponemos lo que una sociedad materialista y relativista difunde todos los días con una insistencia casi obsesiva.

Otras veces no acercamos a Cristo porque caemos en actitudes de desprecio, de altanería, de soberbia, de condena. Acusamos a los demás de herejes, les repetimos una y otra vez que son sinvergüenzas, apóstatas, miserables, sincretistas, adúlteros, lujuriosos, avaros... y toda una lista de adjetivos despectivos. Muchas veces no insultamos con los labios (quien tiene un mínimo de educación no llega al insulto fácil), pero sí con el corazón. Y quien recibe nuestra mirada nota una condena, siente que falta amor en nuestras almas.

La clave para acercar a alguien a Cristo consiste simplemente en Cristo. No es un error: si Dios es Amor, y si Cristo es Dios, la clave está en el Amor, está en Cristo que es Amor.

Ofrecemos realmente a Cristo a un alma atribulada, a un esposo infiel, a una mujer que ha abortado, a un empresario que ha cometido fraudes, a un político oportunista, a un joven arruinado por la droga o el alcohol... cuando nuestros ojos y nuestro corazón penetran en el otro con la misma dulzura, mansedumbre, humildad y benevolencia de Jesús de Nazaret.

Eso es posible si nosotros vivimos ya dentro de ese Amor, si estamos locos de alegría al recordar una y otra vez que quien murió en el Calvario quería perdonar nuestros pecados y darnos la vida de gracia, si sentimos que hay un lugar para nosotros, para mí, en el cielo. Para mí... y para tantos hombres y mujeres con los que me cruzo cada día, y que tienen un hambre profunda de cariño, de comprensión, de acogida, de respeto que va más allá del pecado para convertirse en inicio de salvación.

Todos estamos llamados a acercarnos a Cristo y a acercar a los demás al Señor. Dios mismo desea encontrarse con cada uno de sus hijos. Dios nos ama, desde la grandeza de su misterio eterno, desde la sencillez del llanto de un Niño nacido en Belén, desde la mansedumbre de un Cordero que dio su vida por nosotros en el Calvario.

Hoy puedo acercar algún corazón al tesoro más grande, al Amor eterno, a la dicha completa. Porque ese corazón lo necesita, porque Dios ya lo está buscando, porque mi pobre vida también quiere unirse a ese abrazo que puede producirse gracias a mi sonrisa, a mi afecto, a mis deseos sinceros de acercar, al menos a un poquito, a alguien al Maestro.