Reflexionar sobre la felicidad implica tocar las teclas más profundas de nuestra vida. Una respuesta, que se esconde en los vericuetos de muchos corazones, nos dice que la felicidad está en la fama, en el poder, en el tener a la mano una chequera sin límites y una furgoneta para cargar cualquier nuevo artilugio que encontremos en exposición y venta. Mientras los bolsillos se vacían, los ojos se llenan al ver cada día nuevos objetos a nuestro alrededor, con la “garantía”, claro está, de que van a funcionar por lo menos durante 5 años, si es que no serán casi eternos...
Sin embargo, las garantías pueden gastarnos una broma muy antipática. Cuando compro el coche último modelo, está claro que tiene frenos especiales, que el motor tiene una cilindrada excepcional, que los cristales impiden reflejos de todo tipo, que el estéreo funciona mejor que en una discoteca, etc. Pero nunca nos dirán en la concesionaria que este magnífico modelo, pensado para el nuevo siglo, puede, sencillamente, estrellarse en una curva por culpa del otro o por un despiste mío... Ni tampoco nos harán ver que comprar este coche, aunque sea la sexta maravilla de la creación, no sirve para nada si el próximo mes nos vamos a caer por la escalera de casa y rompernos, si todo va bien, el fémur, la tibia y el peroné...
Conviene de vez en cuando mirar los objetos que nos rodean, mirar los ojos que dicen querernos, y mirarnos a nosotros mismos en un espejo, y reflexionar en lo cambiante que resulta la vida. Gira y gira de modo frenético, mientras muchas veces creemos de modo ingenuo que las cosas y nosotros duramos indefinidamente. Los años, a base de golpes, nos van haciendo corregir esta miopía. Hoy será la noticia de que un familiar robusto ha sido internado en el hospital porque tiene cáncer intestinal. Mañana nos sorprenderá un sobrino con una caída de moto y fractura de rótula. Pasado quizá un pequeño temblor de tierra, como los que son normales en tantos lugares del planeta, nos hará pensar que ni siquiera en casa estamos seguros...
¿Dónde podemos vivir tranquilos? ¿Dónde podemos encontrar la frontera sin retorno de una felicidad que no termine? Volvamos a mirar dentro, en lo profundo del corazón. Se es feliz cuando se consigue un equilibrio entre las distintas dimensiones y tendencias que forman nuestro complejo conjunto de neuronas, huesos, carnes y pensamientos. Se es feliz cuando se acepta la propia suerte, la familia a la que se pertenece, la profesión que se ejerce con honestidad, el esposo o la esposa que comparte nuestro mismo destino y el de nuestros hijos, muchos o pocos, feos o fenomenales... Se es feliz cuando se supera el miedo patológico a todo lo que puede pasar, pues nunca tendremos todos los hilos del destino bajo nuestro control. Pero se es feliz, de un modo mucho más radical y profundo, cuando podemos amar y sentirnos amados.
El amor nos coloca en un nivel de dicha y de paz que no se puede describir con palabras. Sólo quien ama entiende lo que queremos decir. El amor da sin perder, perdona sin amargura, ayuda sin compensaciones, se compromete sin excepciones, y mantiene la fidelidad en los momentos de dolor e, incluso, de traición. Para aprender a ser felices necesitamos aprender a amar. El que ama sabrá descubrir que, por encima del accidente de coche, por encima del terremoto, por encima de la calumnia del “amigo”, por encima de un tumor de intestinos, por encima de la muerte de un hijo, todavía queda todo un mundo de amor por conquistar, todavía la vida puede seguir bombeando con ilusión, pues siempre podremos seguir amando.
Algún día, no sabemos si cercano o si lejano, se romperá ese frágil “equilibrio inestable” que compone nuestra consistencia humana. Entonces descubriremos que, detrás del entramado de la vida, de la nuestra y de la de cada hombre y mujer, había un Amor más grande, que quiso llamarnos a Él con mil lazos y con mucho respeto. Sólo entonces llegaremos, quiéralo Dios, a la felicidad que no termina, que no es otra cosa sino nuestra plenitud en el amor.