Padre Fernando Pascual L.C.
La pena de muerte
El P. Fausto Gómez imparte clases de bioética en una universidad católica de Filipinas. Un día habla de la pena de muerte, y se muestra abiertamente contra ella: es urgente abolirla como instrumento penal.
Pero una estudiante no parece estar de acuerdo. La chica pide la palabra y dice: “Padre, yo estoy a favor de la pena de muerte”. El padre le pregunta: “¿Eres cristiana?” Ella responde: “Sí”.
Desde hace décadas se han producido fuertes cambios en el modo de presentar y de vivir la sexualidad. Esos cambios permiten hablar de una profunda “revolución sexual”. Intentemos presentarlos de modo ágil, para luego ofrecer una reflexión conclusiva.
Algunos oponen como si fueran contradictorios dos modos de valorar la vida humana: la valoración “laica” y la valoración “religiosa”. Piensan que, en la vida pública, el valor de la vida humana no puede radicar en principios religiosos que no son compartidos por algunos (tal vez muchos) miembros de la sociedad. Creen que la “sacralidad” de la vida es algo que debería quedar relegado a las sacristías o al bisturí de algún médico religioso.
Reflexión del libro “Abrir ventanas al amor”
Existe un rechazo bastante general hacia la clonación humana. Construir un hombre “programado” mediante una técnica experimental parece algo monstruoso. Alguno podría pensar que, por fin, hemos llegado a un acuerdo universal sobre algo que debería ser prohibido en todas partes, por encima de las diferencias que nos separan en otros temas de ética pública.
La muerte, ¿frontera o término definitivo?
Reflexión del libro “Abrir ventanas al amor”
La muerte siempre ha estado de moda. Asalta y llena un buen espacio de los periódicos, de los noticieros de televisión, de las conversaciones de millones de personas.
Existe una relación profunda, casi esencial, entre Eucaristía y servicio, entre Eucaristía y amor a los otros, entre Eucaristía y caridad.
Juan Pablo II alude a esta relación en uno de los números más hermosos de la carta apostólica Mane nobiscum, Domine (“Quédate con nosotros, Señor”), la carta con la que invitó a la Iglesia a vivir el Año de la Eucaristía (octubre de 2004 a octubre de 2005).
Me da mucho gusto poder hablar largo y tendido contigo sobre la verdad. Creo que el tema nos interesa a los dos. Las respuestas a las preguntas que vamos haciendo no son algo trivial ni irrelevante: según se responda habrá que tomar distintos comportamientos en la vida.
Te escribo con mucha confianza, y, sobre todo, con amor: amor de amigo, porque queremos encontrar la verdad y ayudar a los demás a encontrarla.
En invierno o en verano, en los momentos felices o en los momentos más amargos, después de una buena acción o cuando nos sentimos heridos por el pecado... A todas horas, en tantas situaciones de la vida, Cristo está a la puerta.
“Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
Hoy me presento ante ti como un mendigo, sin nada que ofrecerte y con mucho que pedirte. No sé si mis palabras puedan agradarte. No sé, siquiera, si saldré de aquí mejor o peor que como he entrado en tu Casa abierta.
Pero necesitaba estar aquí un rato, simplemente, sin prisas. Sé que existo porque me sueñas, porque me amas, porque me esperas. Sé que sólo Tú puedes curar mis pecados, mi egoísmo, mi desconfianza, mis rabias. Sé que sólo Tú puedes limpiarme de tanto barro para vestirme con un traje de fiesta.