Existe una relación profunda, casi esencial, entre Eucaristía y servicio, entre Eucaristía y amor a los otros, entre Eucaristía y caridad.
Juan Pablo II alude a esta relación en uno de los números más hermosos de la carta apostólica Mane nobiscum, Domine (“Quédate con nosotros, Señor”), la carta con la que invitó a la Iglesia a vivir el Año de la Eucaristía (octubre de 2004 a octubre de 2005).
En el n. 28 de este documento, el Papa nos invita a descubrir en la celebración eucarística “su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna”.
El motivo es muy sencillo. Si la mentalidad del pecado y del mal se construye sobre los “criterios de dominio”, la Eucaristía nos presenta, de modo radical, el “criterio del servicio”. Un servicio que tuvo su máxima expresión en la Última Cena, cuando Cristo se quitó los vestidos y fue lavando, uno a uno, los pies de sus discípulos (cf. Jn 13,1-20, citado en el mismo n. 28).
Por eso el Papa formula una invitación a todos los cristianos: “¿Por qué, pues, no hacer de este Año de la Eucaristía un tiempo en que las comunidades diocesanas y parroquiales se comprometan especialmente a afrontar con generosidad fraterna alguna de las múltiples pobrezas de nuestro mundo? Pienso en el drama del hambre que atormenta a cientos de millones de seres humanos, en las enfermedades que flagelan a los Países en desarrollo, en la soledad de los ancianos, la desazón de los parados, el trasiego de los emigrantes”.
La lista podría alargarse. Cada uno puede descubrir qué es lo que le pide Dios, cómo dar cauce a esta dimensión esencial de nuestra fe: la dimensión del amor, del servicio, de la entrega sin límites a los demás, especialmente a los más necesitados, a los “últimos”.
Sólo así seremos auténticamente cristianos. Sólo así podremos dar testimonio del Amor de un Dios que no dudó en entregar a su Hijo para salvarnos.
Sobre este punto, el texto del Papa es sumamente claro: “No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35; Mt 25,31-46). En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas”.
El Año de la Eucaristía sigue su marcha. El Tercer Milenio avanza. En cada misa descubrimos un Amor más grande, un Amor que mueve la historia humana, que rompe fronteras y elimina odios, que invita al perdón y que tiende la mano también a quien nos ha ofendido. Un Amor que se hace servicio a todos, especialmente a quien más sufre, por su soledad, por la pobreza, por el hambre, por innumerables penas interiores.
En cada comunión el Señor nos toca, nos dice que nos ama. Desde su Amor, cuando salimos de la iglesia, podemos brillar y ser testigos si, de verdad, quienes nos vean piensan: aquí hay amor, aquí hay servicio, aquí hay hermanos, aquí hay auténticos discípulos de Cristo.