Algunos oponen como si fueran contradictorios dos modos de valorar la vida humana: la valoración “laica” y la valoración “religiosa”. Piensan que, en la vida pública, el valor de la vida humana no puede radicar en principios religiosos que no son compartidos por algunos (tal vez muchos) miembros de la sociedad. Creen que la “sacralidad” de la vida es algo que debería quedar relegado a las sacristías o al bisturí de algún médico religioso.
La oposición entre estas dos perspectivas, sin embargo, no está tan clara, pues el valor de cualquier vida humana puede ser descubierto siempre, tanto desde un punto de vista laico como desde un punto de vista religioso.
Cada vida humana vale porque es la raíz de la libertad, de la autonomía, de la participación en el mundo del trabajo: valores profundamente “laicos” y, a la vez, profundamente religiosos. A la vez, cada vida vale porque permite al hombre creyente dar gracias a Dios, acoger una religión, rezar y entregarse al servicio del prójimo: valores profundamente religiosos que también se ofrecen a los laicos que quieran aceptarlos libremente.
Por lo mismo, defender la vida, cualquier vida humana, no es algo reservado a los creyentes. Todos podemos, mejor, todos debemos, identificarnos con este valor, defenderlo como propio, como universal, como absoluto. Todos podemos y debemos unirnos para eliminar cualquier injusticia que vaya contra la vida de otros seres humanos: el aborto, el infanticidio, el hambre, la falta de medicinas y de higiene para amplios sectores de población (especialmente para asistir a la mujer embarazada), la eutanasia y la pena de muerte.
No dejemos que algunos nos engañen: defender el valor de la vida no puede ser un asunto reservado sólo a los creyentes. Es, más bien, el valor que más nos puede unir a todos los seres humanos. Precisamente por eso: porque queremos que nadie sea excluido de la aventura del vivir, porque sabemos que la justicia empieza cuando reconocemos el derecho primario, fundamental (que fundamenta, que sostiene) todos los demás derechos.
Decir no al aborto, a la pena de muerte y a la eutanasia es decir sí a lo mejor que hay en todos, creyentes y no creyentes. Es poner las bases para construir un mundo justo, fundado en el respeto al otro, al distinto, al pequeño, al débil, al desamparado. Es decir sí a esa vida que nos permite, a ti y a mí, caminar juntos en el tiempo hacia un destino eterno en el que (así lo creo) podremos quizá algún día abrazarnos como hermanos.