Semanario Alfa y Omega www.alfayomega.es
La paternidad no es un derecho que se adquiera, sino un don que uno recibe sin haber hecho nada por merecerlo. Lo experimenta cualquier padre, desde que tiene noticia de la existencia de un nuevo hijo, siempre único, no importa cuántos hermanos le estén esperando en el mundo.
«¿Cómo puedo saber que Dios existe?»: así preguntaba un niño, hace unos años, a su padre. Éste respondió: «Cuando se ha caído en la droga hasta el abismo, es imposible salir; y ya ves, ¡yo he salido!» ¿No es esto acaso algo del otro mundo, ¡pero en este mundo!? Basta con abrir los ojos para ver a Dios.
La fe es un don gratuito de Dios. Sólo así puedo comprender lo que me aconteció inesperadamente hace pocos años, y que ha supuesto pasar de la increencia y de una ideología marxista materialista, sobre la que construí mi vida y la de mi familia, a la fe cristiana. Pero este don llegó primero a mi hijo menor que me precedió varios años en el camino de la fe, lo que lleva a plantear la relación de ambos hechos.
Muchos católicos comparten la experiencia de haber conocido a un sacerdote que, de alguna forma, ha sido como un padre para ellos. Son muchos menos los que pueden decir, como el escritor inglés John Ronald Reuel Tolkien, que un sacerdote ha sido para ellos como un padre, «más que la mayoría de los verdaderos padres». Cuando la madre de Tolkien enviudó, en 1896 -el joven Ronald tenía cuatro años-, comenzó un camino que acabó llevándola a la Iglesia católica, junto a sus hijos y su hermana May, en 1900.
En la literatura, abundan las aventuras, en las que el protagonista emprende un duro viaje, para regresar al punto de partida, convertido en una persona nueva, más fuerte, más sabia. En la vida real, ese tipo de itinerario circular es también frecuente, aunque la utilidad del viaje se reduzca a mostrarnos la estupidez cometida al desviarnos del trayecto inicial. Las nuevas tecnologías son un excelente catalizador para estos procesos.
Como un penitente más, el Pontífice participó en la ceremonia de las cenizas, que le fueron impuestas en la basílica de Santa Sabina, de Roma, por el cardenal eslovaco Jozef Tomko, Prefecto emérito de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Después, el mismo Papa las impuso a numerosos cardenales.
Andaban dos monjas por la calle, cuando un grupo de muchachos comenzó a increparles con obscenidades. La de más edad se volvió con sonrisa socarrona: «Si os interesa tanto el sexo, tenemos la próxima semana un taller muy interesante en el colegio, al que estáis invitados». «¡Pobres chicos! -se volvió hacia la joven-. ¡A su edad, y todavía andan así de perdidos!»
Cómo la Iglesia salvó al Imperio Romano: Los cristianos elevaron la posición de la mujer, no exponían a sus bebés, no se divorciaban de sus esposas, evitaban las prácticas sexuales que pudieran ponerlos a ellos o a sus esposas en peligro, honraban a las mujeres testigos de la fe. El matrimonio se convierte, no en una institución para la gratificación, sino para la humildad mutua.
La noticia de la luz verde del Papa Benedicto XVI a la beatificación del cardenal Newman, hace unas semanas, llega en un momento en que el interés por la obra y el pensamiento del famoso converso sigue aumentando, también en España
¿Cree usted en la Iglesia? Si es así, tenemos una adivinanza para usted: ¿quién es la persona capaz de hacer presente a Cristo en la tierra como hace dos mil años, al repetir las palabras que pronunció en la Última Cena? ¿Quién es esta persona que puede perdonar los pecados en el mismo nombre de Dios? ¿Quién puede actuar en la persona de Cristo? Hay alguien así, y usted sabe quién es: el sacerdote