La paternidad no es un derecho que se adquiera, sino un don que uno recibe sin haber hecho nada por merecerlo. Lo experimenta cualquier padre, desde que tiene noticia de la existencia de un nuevo hijo, siempre único, no importa cuántos hermanos le estén esperando en el mundo.
La paternidad es, quizá, la ocasión más clara que se le ofrece al ser humano de penetrar en el misterio del Plan de la Creación. El padre coopera en el milagro de la aparición de una nueva vida, un espectáculo que desborda su capacidad de comprensión y asombro. Su intervención -bien lo sabe- es mínima; jamás podría haber dado él origen a algo tan maravilloso. Pero Dios quiere que esa pequeña intervención resulte decisiva. Pide el Sí de los padres. El futuro inquieta, pero Él Les pide que se abandonen a Su Providencia. Y en ese abandono, les tiene reservada otra sorpresa: les va a hacer más conscientes que nunca de su grandeza, de su semejanza divina. No porque les conceda el poder sobre la vida y la muerte de un ser humano indefenso, sino porque les ha introducido en Su lógica, que es la del amor incondicional.
Curiosa paradoja: en el momento en que se está dispuesto a dar la vida por otro, como le sucede a un padre con su hijo; cuando uno está dispuesto a cualquier sacrificio, empieza a vivir la vida en plenitud. El entendimiento se ensancha. La entrega de Cristo en la Cruz es ya un poco menos misterio...
Y lo es seguramente aún menos para Lee Hill Kavanaugh, redactora del Kansas City Star, que contó cómo los 35 minutos que vivió su hijo Zeke llenaron de amor su casa para siempre. O para María Rosa, que habló en estas páginas de los 18 meses que pasó con Leticia, meses duros, que dejaron un profundo vacío, pero también una huella imborrable de alegría y paz. Un descubrimiento más: la cruz no es el final.