«¿Cómo puedo saber que Dios existe?»: así preguntaba un niño, hace unos años, a su padre. Éste respondió: «Cuando se ha caído en la droga hasta el abismo, es imposible salir; y ya ves, ¡yo he salido!» ¿No es esto acaso algo del otro mundo, ¡pero en este mundo!? Basta con abrir los ojos para ver a Dios. Como se Le ha visto, hace tan sólo unos días, en el Meeting de Rímini, donde florecía con renovada belleza el testimonio que, hace ya casi siete años, pudieron ver multitud de telespectadores en Italia: destruida por el dolor, tras perder la vida su marido, junto a otros 18 compañeros militares en el atentado sufrido en Iraq el 12 de noviembre de 2003, Margherita Coletta pronunció ante las cámaras de televisión palabras de perdón, las mismas de Jesús recogidas en el Evangelio: «Es preciso amar a los propios enemigos».
El pasado 25 de agosto, el moderador del encuentro celebrado en el Meeting no podía menos que preguntarle, como hiciera aquel niño a su padre: «¿Cómo es posible?», y ella respondió igualmente, ante la multitud que llenaba la Feria de Rímini: «Humanamente creo que ninguno de nosotros esté en condiciones de hacerlo; ha sido Cristo quien ha actuado en mi vida. No sé por qué me eligió a mí en aquel momento». La primera reacción, la que es sólo de este mundo, habría sido el odio, «pero cuando entraron en mi casa las cámaras de televisión, coger la Biblia fue un gesto guiado y aquellas palabras de hace dos mil años han cobrado vida. Yo misma, después, me avergoncé, porque quizás habría debido sólo llorar. Y después comprendí que es justo compartir aquello que Cristo hace en nuestra vida».
«En un trance tan triste -dijo Lucia Bellaspiga, periodista enviada del diario Avvenire para aquella ocasión y que, desde entonces, vive con Margherita una bella amistad-, escuché palabras que parecen imposibles», ciertamente del otro mundo, ¡pero en éste! Y Lucia lo vio. Así lo contó en el Meeting: «El hecho de no preguntarse -dijo, expresando la reacción habitual ante el asesinato del ser más querido- Quién ha sido es la primera raíz del perdón». ¿Y este perdón no es signo indudable de la presencia de Dios? «Yo, para hacerme fuerza, miro siempre a Cristo en la cruz». Siempre, sí; sobre todo desde la enfermedad de su pequeño hijo Paolo, que hacía tan sólo seis años que murió a causa de la leucemia. «Al principio -cuenta Margherita-, con presunción, pensaba que se salvaría por mis oraciones. Ahora, en cambio, estoy segura de que Dios me ha escuchado, también si las cosas no suceden como deseábamos mi marido Giuseppe y yo». Hoy Margherita lleva adelante la fundación Giuseppe e Margherita Coletta, de ayuda a los más pobres, en Italia y en el extranjero.
Vivir y perdonar así, ¿no muestra, y del modo más humano que nadie pudiera imaginar, la presencia viva y actuante de Dios? ¿Y no despierta con fuerza esa nostalgia de Dios de que habla la portada de este número de Alfa y Omega? Rímini, como el Camino de Santiago, donde miles de jóvenes han peregrinado unidos a la Cruz, ¿no ponen de manifiesto la creciente necesidad de ir más allá, más exactamente de que el más allá podamos tocarlo y vivirlo en el más acá? Occidente se asfixia, y su primera necesidad es ese Oxígeno que nadie puede darse a sí mismo, y que, sin embargo, es lo que en verdad responde al deseo más hondo de todo corazón humano. Porque -lo decía con inmensa belleza Benedicto XVI, en su Mensaje al Meeting- «sólo Dios basta. Sólo Él sacia el hambre profunda del hombre. Quien ha encontrado a Dios, lo ha encontrado todo». El rostro que ilustra esta página lo pone bien de manifiesto. Precisamente este último año -confesó Margherita en su testimonio- ha sido el año más duro, justamente en el que «tomé decisiones alejada de Cristo». Por eso, «me aferro, cada vez con más fuerza, a la cruz de Cristo». ¿Cabe mejor expresión de la presencia, en este mundo, del otro mundo? ¡Nadie más humano que Dios!
Así lo dijo el cardenal Erdö, arzobispo de Budapest, en su conferencia en el Meeting, acerca de si un europeo culto de hoy puede creer en la divinidad de Jesucristo: «Dios puede y quiere hablar al hombre. Pero la posibilidad más grande y completa de llegar a tal contacto, con nuestros sentidos y con nuestra razón, es la de hablarnos de modo humano, presentarse a nosotros como verdadero hombre y verdadero Dios». Y añade: «El intelectual europeo no puede rechazar la idea, poco imaginable para nuestra fantasía humana, de que es justamente en la persona de Jesucristo en quien podemos encontrar a Dios del modo más adaptado a las capacidades mismas del ser humano». Por eso, bien podemos hablar de la humanidad de Dios.