Entre la ciencia y la fe
Cada época humana, cada cultura, acepta una serie de ideas como verdaderas. Desde ellas los hombres y las mujeres piensan y deciden en los mil asuntos de la vida concreta.
Cada época humana, cada cultura, acepta una serie de ideas como verdaderas. Desde ellas los hombres y las mujeres piensan y deciden en los mil asuntos de la vida concreta.
Cientos de científicos e intelectuales se habían reunido para preparar el manifiesto por un mundo perfecto.
Allí estaban médicos y biólogos, geólogos y astrónomos, meteorólogos y ambientalistas, economistas y químicos, sociólogos y psicólogos, ingenieros y matemáticos, arquitectos y agrónomos, filósofos y periodistas.
La primera sesión tenía un título atrevido y difícil: “Por la construcción de una mentalidad científica”.
No se cansa este Papa enfermo. No le ha detenido ni el peligro de la muerte. No le asustan las amenazas de algunos poderosos, ni las críticas de los críticos endémicos, ni la crisis de vocaciones, ni la falta de fe en tantas familias. No le paraliza esa enfermedad que no oculta en público, mientras suspira, gime, llena de dolor y de lucha cada palabra, cada gesto. No deja de proponer nuevos retos a un mundo, a una Iglesia, que camina fresca, entusiasta, en un milenio entre pañales.
Nos duele escuchar que un tribunal ha condenado a muerte a un ser humano. Nos impresiona el saber que una persona, aunque haya sido un criminal, va a ser ejecutada.
Se ha hablado mucho en estos días del cardenal “in pectore”, es decir, del cardenal que Juan Pablo II había nombrado en secreto el año 2003, y cuyo nombre no comunicó antes de fallecer el 2 de abril de 2005.
La Iglesia nace desde el Amor de Dios. El Padre nos ha manifestado la misericordia en el Hijo. Ha enviado, además, el Espíritu Santo, que acompaña a todos los bautizados mientras dura nuestro caminar hacia la Patria eterna.
Vivimos en un mundo pluralista. Vestimos de modos diferentes y comemos según los gustos de cada uno. Discutimos acaloradamente de política o de fútbol, de cine o de economía, porque no todos pensamos lo mismo. La pregunta que podemos hacernos es esta: ¿es lícito todo pluralismo? ¿O hay pluralismos aceptables y otros inaceptables?
Un pueblo, una comunidad humana, deja de existir cuando pierde los vínculos de justicia, de paz, de colaboración, que servían como lazos de unidad. Cuando deja prevalecer los intereses de alguna parte por encima del bien común. Cuando ya no tiene el estímulo de un proyecto, de un ideal que reúna a todos en el esfuerzo por conquistar la meta. Cuando no recuerda por qué nació. Cuando niega sus raíces para lanzarse a aventuras promovidas por grupos de poder que sólo desean satisfacer sus ambiciones.
Con cierta frecuencia etiquetamos a los demás. Este es español, por lo tanto es así o asá. Aquel es zapatero, entonces... El otro es un mentiroso (sin más comentarios). El de más allá pertenece a tal grupo político o a tan equipo de fútbol, luego... Distinguimos en seguida si estamos ante un joven o un anciano, un hombre o una mujer, un ciudadano honesto o un extraño que amenaza mil peligros...
La característica de un parlamento es que todos puedan sentarse, hablar y votar. Luego, lo que sale en la votación, si el parlamento tiene poderes, se convierte en ley, en norma, en principio regulador de la vida de las personas. Se reúne, en el Foro de las culturas de Barcelona, el IV Parlamento de las religiones del mundo (7-13 de julio de 2004). No se trata, desde luego, de un órgano político, sino de una reunión que busca establecer puentes de diálogo, de encuentro, para conocer a los otros, para construir un mundo mejor y fomentar el respeto hacia los demás.