Etiquetas
Con cierta frecuencia etiquetamos a los demás. Este es español, por lo tanto es así o asá. Aquel es zapatero, entonces... El otro es un mentiroso (sin más comentarios). El de más allá pertenece a tal grupo político o a tan equipo de fútbol, luego... Distinguimos en seguida si estamos ante un joven o un anciano, un hombre o una mujer, un ciudadano honesto o un extraño que amenaza mil peligros...
Hay etiquetas inofensivas, mientras que otras están unidas a un sentido de desprecio. Decir que un adulto es “infantil” puede significar que es alegre como un niño, o que es inmaduro y de poco carácter. Decir que una persona es “racista”, casi siempre implica sentir hacia ella un cierto desprecio (aunque quizá la persona etiquetada no tenga nada de racismo entre sus ideas).
Desde luego, si alguien se acerca con una navaja contra nosotros, podemos ponerle una etiqueta de “persona peligrosa” y tomar las debidas precauciones. Pero en otros casos, las apariencias o etiquetas, la fama merecida o la fama inventada por quien se dedica a llenar de fango a los demás, no deberían ser motivo suficiente para levantar la nariz y mirar hacia otro lado.
En el mundo de la Iglesia también se da el fenómeno de las etiquetas. Dos católicos que no se conocen se saludan después de un encuentro en los salones parroquiales. Todo son señales de cordialidad y de interés por el otro. De repente, una pregunta: ¿Ud. pertenece a tal grupo? El otro dice que sí. Un hielo extraño cierra toda la conversación. La despedida apresurada parece dar a entender que el otro debe ser casi, casi, un enemigo por el “delito” de pertenecer a este o a aquel grupo católico...
Sería bueno, de vez en cuando, quitarnos las gafas de las etiquetas para empezar a ver cosas y valores que no aparecen a primera vista. Quien recibe la etiqueta de “anciano” encierra experiencias de una riqueza insospechada. Aquel “joven” no es tan inexperto como su edad podría dar a entender. El señor que siempre va “malvestido” no es un borracho, sino una persona que no puede cuidarse a sí mismo porque dedica todo su tiempo a atender a su madre con Alzheimer...
Después de quitarnos gafas etiquetadoras, deberíamos ponernos unas gafas nuevas, con las cuales fuésemos capaces de ver a los otros con los ojos de Dios. ¿Cómo trataba Cristo a los publicanos y a los pecadores? ¿Cómo les miraba, cómo les hablaba, cómo les buscaba, cómo se dejaba tocar por ellos, a pesar de que algunos se asustaban al verle comer con los “pecadores” y las “prostitutas”?
Así deberíamos ver a los demás. Al señor borracho y a la señora que, según dicen (a veces es mentira) acaba de abortar. Al sacerdote que parece preocuparse demasiado del dinero de las ofrendas, y al monaguillo que toda la misa ha estado jugando con su compañero. A la chica que siempre lleva unos pantalones muy ajustados, y al joven que tiene dos pendientes en cada oreja...
El mundo está demasiado lleno de personas etiquetadas, de personas a las que los demás señalan como si fuesen apestados o peligrosos pecadores. Frente a tanta etiqueta, los cristianos podemos responder con el Evangelio, y tratar a todos, también al “enemigo” (al que lo sea de verdad, al que lo aparenta sin haberlo sido nunca) con el mismo amor con el que el Padre nos ha perdonado, nos ha acogido, nos ha amado, nos ha reconocido como a hijos.
De modo especial, hemos de tratar así a todos los hermanos en la fe. No importa si éste pertenece a una u otra espiritualidad, a un movimiento, a un camino o a alguna realidad de entre las muchas que el Espíritu Santo ha suscitado en nuestra Iglesia. Es hermoso ver que cuando dos católicos se encuentran vibran y se sientan profundamente como lo que son: hermanos en la fe, hijos en el Hijo, por encima de lo poco (es siempre muy poco) que los pueda distinguir.
No siempre es fácil, pero algún día habrá que comenzar. Y, si alguien comienza, veremos cómo la levadura cristiana actúa y cambia un mundo demasiado lleno de desconfianzas y etiquetas...