La Iglesia nace desde el Amor de Dios. El Padre nos ha manifestado la misericordia en el Hijo. Ha enviado, además, el Espíritu Santo, que acompaña a todos los bautizados mientras dura nuestro caminar hacia la Patria eterna.
El Amor de Dios se manifiesta de un modo particular a través del Sucesor de Pedro, del Vicario de Cristo, del Santo Padre. Lo hemos experimentado en muchos modos a lo largo de los casi 2000 años de historia de la Iglesia. Lo hemos tocado más cercanamente a través de Juan Pablo II, de su sonrisa, de su entusiasmo, de su confianza en Dios y de su testimonio de fidelidad hasta la muerte.
Ahora toca a los cardenales decidir quién va a servir a la Iglesia universal desde la diócesis de Roma. Para ello, existe un documento, la constitución apostólica Universi Dominici Gregis (promulgada por Juan Pablo II el 22 de febrero de 1996) que explica detalladamente lo que hay que hacer respecto a “la vacante de Sede Apostólica y la elección del Romano Pontífice” (como dice el subtítulo de este documento).
Más allá de los detalles “técnicos” del “cónclave” y de las votaciones, Juan Pablo II recomendaba a los cardenales que tuviesen siempre, ante sus ojos, el bien de la Iglesia. En el n. 83 leemos lo siguiente: “exhorto vivamente a los Cardenales electores, en la elección del Pontífice, a no dejarse llevar por simpatías o aversiones, ni influenciar por el favor o relaciones personales con alguien, ni moverse por la intervención de personas importantes o grupos de presión o por la instigación de los medios de comunicación social, la violencia, el temor o la búsqueda de popularidad”.
Entonces, ¿qué deben buscar los cardenales electores? Encontramos la respuesta en el mismo n. 83 de Universi Dominici Gregis: “den su voto a quien, incluso fuera del Colegio Cardenalicio, juzguen más idóneo para regir con fruto y beneficio a la Iglesia universal”.
Mientras llega el momento de la elección de un nuevo Papa, todos los bautizados podemos y sentimos la necesidad de rezar para que el Espíritu Santo ilumine a nuestros cardenales. Se trata de una oración llena de fe y de confianza: Dios no deja de guiar a su Iglesia, de acompañar a su Pueblo. Pero para ello hemos de pedir ayuda, estamos llamados a mostrar nuestro deseo profundo de acoger la Voluntad de Dios.
Así lo indica el n. 84 de Universi Dominici Gregis: “Durante la Sede vacante, y sobre todo mientras se desarrolla la elección del Sucesor de Pedro, la Iglesia está unida de modo particular con los Pastores y especialmente con los Cardenales electores del Sumo Pontífice y pide a Dios un nuevo Papa como don de su bondad y providencia. En efecto, a ejemplo de la primera comunidad cristiana, de la que se habla en los Hechos de los Apóstoles (cf. 1,14), la Iglesia universal, unida espiritualmente a María, la Madre de Jesús, debe perseverar unánimemente en la oración; de esta manera, la elección del nuevo Pontífice no será un hecho aislado del Pueblo de Dios que atañe sólo al Colegio de los electores, sino que, en cierto sentido, será una acción de toda la Iglesia”.
Por eso Juan Pablo II pidió que “que en todas las ciudades y en otras poblaciones, al menos las más importantes, conocida la noticia de la vacante de la Sede Apostólica, y de modo particular de la muerte del Pontífice, después de la celebración de solemnes exequias por él, se eleven humildes e insistentes oraciones al Señor (cf. Mt 21,22; Mc 11,24), para que ilumine a los electores y los haga tan concordes en su cometido que se alcance una pronta, unánime y fructuosa elección, como requiere la salvación de las almas y el bien de todo el Pueblo de Dios”.
Llega el momento del relevo en la diócesis de Roma y en la Iglesia universal. Un hombre, pobre, débil, con limitaciones como todos, será elegido, recibirá la pregunta: “¿aceptas?” Una pregunta que hizo temblar a un cardenal de 58 años, Karol Wojtyla, el 16 de octubre de 1978. Una pregunta que llegará al corazón de algún otro bautizado, designado no por sus méritos, sino por un querer particular de la Providencia divina.
Al elegido se dirige esta hermosa recomendación de Juan Pablo II: “Ruego, también, al que sea elegido que no renuncie al ministerio al que es llamado por temor a su carga, sino que se someta humildemente al designio de la voluntad divina. En efecto, Dios, al imponerle esta carga, lo sostendrá con su mano para que pueda llevarla; al conferirle un encargo tan gravoso, le dará también la ayuda para desempeñarlo y, al darle la dignidad, le concederá la fuerza para que no desfallezca bajo el peso del ministerio” (Universi Dominici Gregis n. 86).
No estará sólo el nuevo Papa. Escuchará, como Pedro junto al lago, la triple pregunta y la triple misión: “¿Me amas?... Apacienta mis corderos...” (cf. Jn 21,15-19). Cristo estará a su lado. Y también lo estaremos, desde la fe y la esperanza, los católicos que vemos en el obispo de Roma al “Siervo de los Siervos de Dios”, a un Pastor que ama, que sirve, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32).