Mes de Noviembre. Iniciamos la época de festejos religiosos más intensa del calendario de la Religiosidad Popular con el día de los Fieles Difuntos, y Todos los Santos. De ahí siguen el Domingo de Cristo Rey, tan querido en amplias zonas del país, la Inmaculada Concepción, la fiesta de nuestra patrona, la Virgen de Guadalupe, con sus inmensas peregrinaciones, las posadas (o calendas, como les llaman en algunos estados), la Navidad, Año Nuevo, Reyes y el remate con la Candelaria y los tradicionales tamales que pagan los que les tocó el niño en la rosca de reyes. Fiestas de hondo raigambre en nuestra cultura, fiestas no siempre del todo cristianas, pero sí, ampliamente enraizadas en nuestras costumbres.
Dentro de los valores de nuestra cultura este de la religiosidad popular, expresada frecuentemente con las celebraciones, la alegría de los actos comunitarios de culto, las expresiones multitudinarias de agradecimiento a Dios y a su Madre Santísima, es un hecho que algunos tratan de ocultar o de pasar desapercibido, más o menos con el mismo éxito del que trata de tapar el sol con un dedo: ya no ve el sol, pero el sol lo baña por todas partes.
Nuestra religiosidad tradicional no es de grandes vuelos del saber; “Entre nosotros, la religiosidad es fiesta, es canto”, me decía un sacerdote muy sabio. Es una religiosidad que no siempre se expresa en una adhesión a la doctrina o a la ética, tristemente. Somos muchísimos más los que salimos a las calles a aclamar al Santo Padre en sus visitas, que los que están dispuestos a seguir fielmente sus enseñanzas, sobre todo en aspectos de ética. Hay quien critica esta espiritualidad, incluso dentro de nuestra propia Iglesia, con mucha fuerza y con algo de desprecio. Se critica, en parte con razón, nuestra falta de profundidad.
Pero, ¿qué tan justa es esta crítica? De entrada, hay que aceptar que es muy deseable mayor profundidad en nuestra fe, mayor conocimiento de la misma. De acuerdo. Pero, ¿no hay también muchos aspectos muy admirables en el sentido comunitario, muy católico, de nuestra religiosidad? ¿No es verdaderamente hermosa la alegría de comunidades enteras que se ponen en movimiento para agradecer a su Dios todos los bienes que de Él reciben? ¿No es maravillosa la adhesión espontánea y amorosa de nuestro pueblo a la fe de sus mayores? ¿No lo es la constancia en esta fe, posiblemente incompleta, pero que se sostiene ante todos los embates que ha recibido por décadas? Esta religiosidad popular es una excelente base para reforzar nuestra fe, para hacerla más viva, para tener en ella la base para todos los valores cívicos, familiares, sociales, laborales y hasta estéticos que tanta falta nos hacen. Sí, celebremos nuestra religiosidad popular, gocemos de ella, impulsémosla y, si hace falta, purifiquémosla en lo que haga falta. Pero no la critiquemos, no la ridiculicemos, sobre todo no la abandonemos. Es nuestra herencia. Son nuestros valores. Es la esencia de nuestra nacionalidad y nuestra cultura.