Dialogar no es fácil. En parte, porque el mundo moderno nos ha llenado de prisas. En parte, porque muchos prefieren leer o reflexionar por su cuenta sobre cierto tipo de temas. En parte, porque hay antagonismos profundos que nacen de diferentes puntos de vista o de actitudes internas de poco aprecio hacia los que tienen otros puntos de vista.
Algunos defensores del laicismo consideran que la actitud crítica y “antidogmática” del hombre verdaderamente moderno e irreligioso lo colocaría en una condición ideal, superior, para poder llegar a un verdadero diálogo con los otros. Nos dicen, además, que las creencias religiosas, especialmente las de quienes pertenecen a las religiones monoteístas, llevan a actitudes de intolerancia, a cerrazones intelectuales profundas, a una incapacidad casi constitutiva respecto a la posibilidad de entablar diálogos realmente dignos de ese nombre.
Detrás de estas posiciones subyace una corriente filosófica que cree en la posibilidad del “diálogo puro” cuando dos personas interactúan desde racionalidades casi perfectas, desligadas de cualquier pertenencia a tradiciones particularizantes y, en no pocas ocasiones, llenas de prejuicios irracionales.
Este “diálogo puro”, surgido entre personas libres y maduras, capaces de poner entre paréntesis cualquier presupuesto “irracional” y cualquier “dogma inamovible”, permitiría el progreso humano en todos los ámbitos y en todos los temas: la ciencia y la política, la industria y la agricultura, el matrimonio y el aborto, la eutanasia y la clonación.
Entre los dogmas que más imposibilitarían un diálogo tan perfecto, tan racional, se encontrarían los dogmas católicos y las posiciones de todos aquellos hombres o mujeres que todavía creen en la vieja noción de “ley natural”, una noción que sería inaceptable e inconcebible desde una perspectiva laicista pura, la única capaz (nos repiten estos autores) de promover sociedades democráticas y respetuosas de todas las opciones de sus miembros.
Es fácil comprender que afirmaciones como las anteriores o similares adolecen de una notable ilusión óptica. Suponer que existen personas que consiguen realizar un diálogo desde racionalidades “perfectas”, capaces de dejar de lado las propias convicciones para avanzar hacia acuerdos alcanzables a través de razonamientos críticos es algo que está totalmente fuera de la realidad.
Todo hombre, toda mujer que entra en el complejo mundo de las relaciones dialógicas lo hace desde posiciones más o menos definidas, desde plataformas y tradiciones que condicionan y dirigen el modo de ver el mundo, la ética, la familia, la política, la religión, la dignidad de los demás seres humanos.
Es verdad que no pocas de esas posiciones son erróneas. Pero superar errores y prejuicios dañinos sólo es posible desde un diálogo que sepa confrontar ideas a ideas, con la clarividencia de que muchas de esas ideas son parte de horizontes recibidos en un grupo o tradición más o menos determinada.
El hombre que se identifica con la mentalidad laicista, en concreto, pertenece a un mundo cultural con prejuicios muy definidos. Uno de ellos, quizá el más fuerte, es considerar al hombre “dogmático” como incapaz de ser dialogante, como un ser disminuido o inmaduro que vive sometido a las doctrinas y a los jefes de su religión. Pero tal idea puede perfectamente volverse contra quien la formula: el laicista es también un prisionero de prejuicios que le impiden pensar que el hombre creyente no puede ser tan dialogante como él pretende serlo. En otras palabras, el laicista llega a ser, con prejuicios como este, un hombre incapaz de construir un diálogo respetuoso con quienes tienen ideas distintas, a pesar de que piense lo contrario...
La sociedad multicultural necesita asumir la existencia de un terreno común desde el cual sea posible establecer puentes de diálogo entre tradiciones diversas. La posición laicista, la idea de que el creyente es un ser “inferior” o inmaduro porque no ha llegado a “pensar” seriamente, no sólo pone serios obstáculos al diálogo que dice defender, sino que levanta empalizadas que excluyen a millones de personas de la condición de posibles interlocutores válidos.
Hay que superar viejos esquemas mentales como los que siguen defendiendo, con una tenacidad muchas veces anacrónica, los laicistas que buscan excluir lo religioso de la vida social. La sociedad pluralista necesita encontrar, nuevamente, la fecunda linfa que las “viejas” y siempre actuales teorías de la ley natural pueden ofrecer para que dialoguen, desde un respeto profundo, personas que pertenecen a religiones y filosofías muy distintas, pero que condividen una misma dignidad humana, que poseen una común racionalidad, aunque pertenecen a tradiciones espirituales diversas. Entre las que existen, sin que muchas veces nos demos cuenta, más puntos de unión que diferencias profundas.