La pena de muerte y la pena en general son aspectos del derecho largamente debatidos en los que hay múltiples opiniones discordantes.
Su nombre, "pena", viene del latín "poena" que deriva del griego "poine", dolor, relacionado con "ponos", trabajo, fatiga, sufrimiento, del sánscrito "punya", purificación. Todo esto resume que a través de los siglos que forjaron nuestra cultura se ha considerado la pena como el doloroso sufrimiento que purifica.
El orden que impone el derecho precisa que las transgresiones a la ley sean sancionadas. La justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, lo que a cada cual le corresponde, y lo que le corresponde al malhechor es un castigo proporcionado a su delito. Su sufrimiento es una expiación que retribuye a la sociedad ofendida y un medio de purificar el alma del injusto. Así lo enseña Platón coincidiendo con los pueblos de Oriente, con la Biblia y con los posteriores teólogos cristianos. Incluso con Kant, que sostiene que el derecho a castigar es "el que tiene el soberano de afectar dolorosamente al súbdito per causa de la transgresión de la ley".
Pero a partir del siglo XVIII aparecen nueves criterios. Expiar es borrar la culpa, purificarse por medio del sacrificio y el dolor. Si no se reconoce a la pureza como un valor tampoco se pretenderá la purificación. Se supone que a la justicia no le corresponde imponer un castigo sino corregirlo al delincuente; su prisión no tiene el sentido de que pague por el mal cometido sino de que se regenere, que aprenda a ser bueno. Por otra parte su separación de la sociedad libera a ésta de ser dañada, y con eso ya se satisface.
Estos distintos criterios ven de distinta forma a la pena de muerte. La doctrina clásica, de la antigüedad y de los teólogos cristianos, la acepta. Dios nos manda "no matarás", pero los mandamientos son órdenes genéricas, como que se admite que es lícito matar en defensa propia. Se la compara con el derecho de que disponemos para extirparnos un miembro enfermo que pone en peligro al resto del organismo, que es la sociedad a la que por naturaleza pertenecemos.
Otros no ven en esa sociedad un hecho natural sino el resultado de un convenio. Imaginan que el hombre originalmente vivía aislado y que por su conveniencia ha buscado agruparse. Los derechos del grupo social serían los que voluntariamente el hombre le habría cedido. Si el hombre carece del derecho para disponer de su propia vida, ¿cómo habría de ceder a la sociedad un derecho que no tiene?
La discusión, con muy serios argumentos a favor y en contra, se ha extendido por siglos y ha ocupado a pensadores inteligentísimos. Ambas posiciones se afirman en argumentos sólidos y cuentan con respetabilísimos defensores. Sus partidarios la presentan como disuasiva; sus contrarios afirman que la estadística no muestra ese efecto.
Hasta hay presidentes de que han insistido en su ya anunciado propósito de imponérsela a los traficantes de narcóticos “que han levantado verdaderos imperios”. Hay muchos que pueden merecerla, sin duda; pero los argumentos en su favor suponen la existencia de una justicia por lo menos respetable. Sin esa clase de justicia nadie la defendería.