¡Ya está aquí! Desde primero de noviembre (a veces desde antes) el comercio nos ha inundado de adornos, regalos, luces que nos señalan: ¡Ya viene la Navidad! Y desde el veinte de noviembre, ¡los arbolitos! Los anuncios comerciales tampoco se han hecho esperar: “compre, regale, demuestre cariño…”
Hay en todo ello algo de criticable, sobre todo cuando consideramos que a la Navidad se le está dando un sentido consumista que no tiene nada que ver con el sentido de nuestra (sí, muy nuestra) celebración. Pero, por otro lado, es asombroso ver como prácticamente toda la humanidad, aún los que no creen en el Señor Jesús, o los que creen, pero sin que ello signifique nada en su vida, celebran estas fiestas.
Para nosotros, los católicos, esta temporada tiene un nombre especial: Adviento. Es un tiempo de gozosa espera; las cuatro últimas semanas antes de que celebremos el nacimiento del Niño en quién han sido bendecidas todas las naciones. Un tiempo de preparación, que muchos hacen más significativo mediante una mayor intensidad en la oración, el sacrificio, en la caridad hacia los que tienen menos. ¡Difícilmente podría ser más diferente esta actitud comparada con el modo como nos presentan los medios la espera de la Navidad!
¿Cómo habrá sido el primer adviento, la espera de María y José en las últimas semanas antes de que naciera el Niño Jesús? Mamás, papás, ¿recuerdan como fueron las últimas semanas de espera antes de la llegada de su primer hijo? En el caso de mi esposa y mío, fueron unas semanas de alegría callada, atención de detalles, visitas al médico, preparación del cuarto donde llegaría el bebé, esperanzas y, por qué no, algunos temores exagerados: ¿Y si no viene bien? ¿Y si no nos damos cuenta de que ya hay que ir al hospital? ¿Y si vamos antes de tiempo? ¿Nos alcanzarán los ahorros? También de expectativa: ¿Cómo será? ¿A quién se parecerá? ¿Qué carácter tendrá? Por supuesto, en los tiempos del Niño Jesús no había hospitales y los médicos deben haber sido más bien curanderos, pero me imagino a María y José con un gozo y una expectativa parecida. Y, en ese momento, la noticia inesperada: ¡Hay que ir a Belén! ¡Pero si ya teníamos todo dispuesto acá! ¿Quién nos ayudará? ¿A quién conocemos para que nos apoye? ¿No le hará daño al bebé el viaje en burro? ¿Cómo le irá a María, tan jovencita, con tal viaje? ¿No se resentirá su salud? No cabe duda; ellos eran personas de fe, dispuestos a poner todo en manos de Dios. Pero…
En fin, es una época para disfrutar, para estar alegres, como seguramente estuvieron María y José a pesar de todos esos inconvenientes. Y, de seguro, su alegría era contagiosa y llegaba a los demás. Ese es, hoy, nuestro reto. Hacer que nuestra espera de la Navidad sea una espera alegre, no solo por los regalos y las fiestas, aunque hay que disfrutarlas también, y mucho. Celebramos, nada menos, el nacimiento de nuestro Dios hecho hombre, el principio de nuestra redención, la ocasión más gozosa de toda la historia. Si no nos ponemos alegres ahora, ¿cuándo?