Indudablemente hay un consenso sobre el hecho de que la familia es uno de los valores que define a la cultura mexicana. Prácticamente todas las investigaciones sobre los valores de los mexicanos, incluyendo aquellas en las que he participado personalmente concuerdan en esto. En el campo social, la familia y la cohesión familiar ocupan los primeros lugares en la jerarquía de valores. En el campo de lo económico y laboral, la familia y su bienestar aparecen como el primer motivo para el trabajo. Incluso en el campo de lo religioso, la herencia familiar aparece como un valor muy elevado y como uno de los motivos para profesar alguna religión; “Es la creencia que nos heredaron nuestros padres”, decimos, y muchas veces ese es el principal y, a veces, único motivo para adherirse a una religión.
Es tan fuerte este valor que, en muchos casos, nuestro sentido social y de solidaridad se queda exclusivamente en la familia; parece que hasta ahí llega nuestro concepto de la participación social, de la preocupación y responsabilidad por los demás.
¿Por qué entonces, se preguntará usted, vemos que las familias se separan, vemos los divorcios y los abandonos? Si apreciamos tanto a la familia, ¿no deberíamos cuidarla más? Una buena pregunta, que tiene varias respuestas parciales.
Primero, según dijimos en un artículo anterior, hay que tener claro que los valores no son la misma cosa que las virtudes. Si dijéramos que el aprecio por la familia es una virtud de los mexicanos, naturalmente algo fallaría en este razonamiento. Una virtud es un hábito bueno, mientras que un valor es solamente la percepción de algo como bueno. Por supuesto, cuando somos congruentes y vivimos los valores que apreciamos, desarrollamos virtudes; pero el valor es únicamente esa percepción. Puede ser, y de hecho frecuentemente ocurre, que no seamos congruentes en nuestros valores, que no los llevemos a cabo. “El bien que veo, no lo hago y el mal que no quiero, eso es lo que hago” decía San Pablo. Y el resto de los humanos, bastante menos santos que San Pablo, no somos diferentes.
En el caso concreto de la familia, es claro que la apreciamos y nos parece un valor importante, pero a la hora de actuar ese valor, a veces lo dejamos en un lugar menor al que decimos que tiene. En la práctica, muchas veces ponemos el trabajo, el ingreso, la diversión y nuestro propio bien, por encima de la familia. No solo hablamos de los grandes rompimientos; tal vez sean también importantes las pequeñas pero continuas ocasiones en que preferimos otras cosas y dejamos en segundo lugar ( o más abajo aún) a la familia.
Por otro lado, no sé si realmente tenemos una percepción clara de la situación de la familia. Sí, en las generaciones de nuestros padres y abuelos no había tantos divorcios, pero las “casas chicas” eran muy frecuentes. Aparentemente, había menos familias rotas, pero solo era la apariencia. Algunas estadísticas muestran también que, por ejemplo, el número de hogares encabezados por mujeres era mayor en los cuarenta que ahora; que había más uniones libres en esas épocas que ahora. Evidentemente intuimos que las cosas no van bien, pero nos falta información más precisa.
Tal vez un dato más sólido que demuestra que el valor de familia está bajando en nuestra jerarquía de valores, es el de que muchos jóvenes están posponiendo, a veces indefinidamente, la formación de la familia y que, para muchos, esto ya no forma parte necesariamente de sus prioridades de vida. Incluso se puede decir que el número de matrimonios y de uniones libres crece menos que la población. ¿Qué los sustituye? Las “uniones ocasionales”, en las que no hay intención de vivir juntos ni formar familia.
Hay aún otra posible respuesta a la inconsistencia que vemos entre el valor de la familia y los hechos de separación de las mismas, que exploraremos en el siguiente artículo.