Autor: Padre Marcial Maciel, L.C.
Fundador de los Legionarios de Cristo y del Movimiento Regnum Christi
El mundo se ha librado del ateísmo de estado; pero se ha quedado con otro mucho peor: el ateísmo del nuevo paganismo, que en el lugar de los grandes valores cristianos coloca sus nefandos anti-valores.
Roma, 22 de octubre de 1993
A TODOS LOS MIEMBROS DEL MOVIMIENTO «REGNUM CHRISTI»
Muy estimados en Jesucristo:
Les hago llegar a todos y cada uno de ustedes, dispersos por los diversos países del mundo, un efusivo y cordial saludo.
Mucho se ha hablado y escrito ya acerca de la emblemática caída del muro de Berlín. En los últimos cuatro años hemos contemplado con asombro la más vertiginosa transformación de todo un conjunto de países que vivían bajo la opresión de una ideología y de un sistema profundamente anti-humano y ateo. De pronto y con sorpresa nos hemos encontrado con un mundo liberado de la angustiante tensión entre dos bloques antagonistas. La reacción inicial de muchos fue de una euforia desorbitada. Parecía que, muerto el comunismo, el mundo empezaría finalmente a caminar por senderos de paz, de bienestar incontestable, de auténtica libertad y democracia, de progreso.
A cuatro años de distancia los hechos parecen desmentir las expectativas de tan exagerado optimismo. Los pueblos del ex-imperio comunista continúan buscando afanosamente el camino hacia una nueva identidad. En algunas regiones se han desatado guerras horrendas, tremendamente irracionales, con una larga secuela de muertes, devastaciones, odios, persecución racista. El presente está lleno de confusión y el futuro aparece incierto.
En los países del llamado tercer mundo, muchedumbres innumerables siguen muriendo en la miseria, sin vislumbrar aún signos que despierten una fundada esperanza.
En occidente los antiguos defensores de la ya devaluada ideología marxista han levantado nuevas banderas; así, por ejemplo, el mito rojo ha dado paso al mito verde. Por su parte los propugnadores del liberalismo pretenden arrogarse el mérito y el derecho de campear por las sociedades como nuevos mesías de la humanidad. Y unos y otros -aquí está lo peor- convergen en la causa común de la lucha por abatir los bastiones de la cultura occidental cristiana; impulsados por turbios motivos económicos o políticos o ideológicos, buscan acabar con los más nobles ideales y valores del humanismo cristiano. De ahí su rabiosa batalla contra la Iglesia católica. Pero no sólo contra ella: acabar con la fe en Cristo, acabar con Dios, acabar con la religión, acabar con todas las puertas que conducen hacia la trascendencia: ése es su programa.
El mundo se ha librado del ateísmo de estado; pero se ha quedado con otro mucho peor: el ateísmo del nuevo paganismo, que en el lugar de los grandes valores cristianos coloca sus nefandos anti-valores. Una negación de Dios que es, paradójica pero consecuentemente, la más radical negación del hombre. Y así vemos avanzar de día en día, apoyadas por legislaciones inicuas y arbitrarias, que destruyen la recta conciencia y la fundamental dignidad del hombre, causas tan ignominiosas como la del aborto, de la eutanasia, del divorcio, del «matrimonio» entre homosexuales, del libertinaje sexual, del racismo, de la intolerancia xenófoba, etc., etc. Asistimos a un proceso no sólo de degradación, sino de autodestrucción de la civilización occidental. Gradualmente se va imponiendo lo que el Papa ha llamado cultura de la muerte.
Ante este panorama, aquí apenas esbozado en algunos de sus rasgos más relevantes, pero en la realidad sumamente complejo y alarmante, ¿cuál es la misión histórica de un Movimiento como el nuestro, que quiere mantener inconmovible su lealtad hacia los valores y raíces esenciales temporales y eternos del hombre, hacia la Iglesia y hacia Jesucristo, el Señor de todos los destinos? Nuestra misión, que es el compromiso de todos y cada uno de ustedes, los que libremente han querido militar por la instauración del Reino de Jesucristo en la nueva evangelización, es trabajar intensamente, sin pausas ni reposos, por ayudar a la Iglesia a forjar en nuestras sociedades la civilización de la justicia y del amor cristianos. Ésta es nuestra lucha. Ése es el punto de convergencia de nuestro anhelos y fatigas. Ésa es la meta a la que tienden nuestras aspiraciones a apoyar y construir el mundo nuevo en los verdaderos e inconmovibles valores del respeto a la dignidad del hombre, de la justicia y el amor.
Nosotros, como Movimiento católico de apostolado, no sostenemos ni avalamos ningún programa político, sociológico o económico; no proponemos ni predicamos ninguna ideología que no sea la del Reino; no nos hacemos patrocinadores de grupos o partidos. Únicamente buscamos que los hombres, y por ende las sociedades -cualquiera que sea su organización y su régimen-, encuentren en Cristo y en su Evangelio la inspiración profunda de toda su vida. Estamos profundamente convencidos que la solución definitiva a los problemas de la humanidad no vendrá con los cambios de estructuras, por más que también puedan ser convenientes, y en algunos casos necesarios. Lo que se precisa es el cambio de los corazones. Nosotros amamos a la humanidad. Amamos la vida. No queremos que el mundo se desbarranque. Creemos en el Evangelio y en su infinita capacidad de transformar al hombre. Queremos que los hombres encuentren el camino de la más profunda y auténtica felicidad. Queremos promover una nueva cultura, abierta a los valores trascendentes. Nosotros trabajamos ardientemente para que Cristo sea conocido y amado. Estamos comprometidos en la construcción de una nueva civilización, cuyas bases estructurales sean la justicia y la caridad cristianas.
Queremos que en este mundo, tan marcado por egoísmos inicuos, por violencias, por odios, por ciegas ambiciones, por pasiones desenfrenadas, los hombres comprendan que sus anhelos de felicidad no serán colmados con los satisfactores encogidos de esta cultura pagana; que tienen que buscarla en el interior de sus corazones, precisamente allí donde asientan sus bases esas dos sólidas columnas que son la justicia y el amor.
Y porque queremos todo eso, cada uno de nosotros estamos comprometidos primeramente a vivir y luego a mostrar a los otros en qué consisten esa justicia y ese amor. Practicándolos y enseñándolos, contribuiremos eficazmente a construir poco a poco la nueva civilización, la del tercer milenio, tan insistentemente promovida primero por el Papa Pablo VI, y actualmente por Juan Pablo II. Así cumpliremos con la misión que la Providencia nos ha asignado.
En este contexto se comprenderá más fácilmente el sentido y el alcance de las páginas que siguen. Quisiera presentarles algunas consideraciones que les descubran cómo entiendo yo que los miembros del Regnum Christi deben vivir y difundir el amor cristiano, quintaesencia de la santidad y núcleo del mensaje evangélico que queremos anunciar al mundo.
* * *
Hablar de la caridad es hablar del centro, de la esencia, de la suprema perfección de toda la vida cristiana. Porque en la práctica de la caridad fraterna se condensa toda la enseñanza de Jesucristo acerca de cómo debemos conducir nuestra existencia en esta tierra. Las páginas más sublimes del Evangelio y de todo el Nuevo Testamento son aquellas que nos hablan por un lado del amor misericordioso de Dios Padre para con los hombres, y por otro, del amor que Cristo pide que profesemos hacia Él y que nos profesemos unos a otros.
Y hablar de la caridad es hablar también del gran secreto con el que el cristianismo ha revolucionado el mundo. Antes de la venida de Jesucristo, ni los más iluminados rabinos judíos, ni los grandes pensadores de las otras culturas, sospechaban que el amor entre los hombres pudiera contener tal capacidad de transformación del corazón y de la sociedad. Cada grupo cultural vivía encerrado en su propia esfera, ajeno y con frecuencia hostil a otros grupos. La famosa ley del talión, «ojo por ojo, diente por diente», a pesar de que tenía el sentido de una mitigación de la justicia vengadora, es por sí misma significativa. Pero la expansión de las comunidades cristianas mostró al mundo que es posible amar sin fronteras de razas, de sexo, de cultura, de condición social. Ésta es, sin duda, una de las más excelsas aportaciones del cristianismo a la humanidad. Ésta es la fuerza que le permitió dar una nueva alma, una nueva configuración a los pueblos alcanzados por él. Y es ésta la fuerza que hoy, ante el declive de los valores, permitirá a la Iglesia resurgir y renovar a la humanidad.
Les invito a leer y meditar el así llamado discurso de despedida, pronunciado por Jesucristo durante la Última Cena, que encontrarán en los capítulos 13 a 17 del Evangelio de san Juan. Verán con cuánta insistencia Jesucristo vuelve una y otra vez sobre una exhortación apremiante: les pide a sus discípulos que permanezcan en su amor, y que se amen unos a otros con un amor tan intenso y tan radical como el amor con que Él los ha amado a ellos. Es una exhortación tan vehemente que Cristo llega a darle el valor, la densidad, y la obligatoriedad de un mandato: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros (Jn 13, 34).
Jesucristo quiere que ese ´mandamiento nuevo´ constituya como el signo distintivo de todos aquellos que quieran seguir sus huellas, esto es, de todos los que llevamos el nombre de cristianos: En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tenéis amor los unos a los otros (Jn 13, 35). No se trata de una recomendación que hace exclusivamente a los apóstoles en el momento de la despedida final, pocas horas antes de su muerte. No. Es el ´santo y seña´ que nos ha dejado a todas las generaciones de sus discípulos a lo largo y ancho del mundo y de la historia.
Éste es, pues, el signo, la prenda y la prueba de que somos cristianos auténticos y no farsantes ni impostores. Y esto nos da ya pie para sacar una primera conclusión: El signo distintivo del auténtico miembro del Regnum Christi no puede ser otro que la caridad. Más aún, no creo yo que pueda darse una verdadera santidad, una verdadera piedad, una verdadera unión con Dios Nuestro Señor, un genuino celo apostólico, en aquella persona que no practica la caridad. Es el mismo san Pablo quien lo afirma: Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha (1 Co 13, 1-3). Esta afirmación de san Pablo parece de una audacia sin igual. Cristo había dicho que si uno tiene verdadera fe, aunque sólo fuese un poco, «como un grano de mostaza», podría ordenarle a un monte que se arrojara al mar, y el monte obedecería. San Pablo toma esta sentencia del Señor y ahora enseña que de nada sirve poseer esa fe que mueve montañas, si con la fe no se tiene la caridad. Así san Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, nos hace ver la grandeza, la centralidad, y la absoluta necesidad de la caridad.
Considero, pues, una farsa, o por lo menos un engaño ingenuo, la postura de aquellas personas que se sienten muy en paz con Dios porque rezan todos los días y van a Misa los domingos, se indignan ante los abusos de los administradores públicos, y tal vez no ofenden a nadie, pero por otro lado no mueven un solo dedo por ayudar a sus semejantes en el campo espiritual, moral y material, se contentan con cumplir con sus obligaciones pero son incapaces de un sacrificio o de una renuncia en favor de alguien necesitado. Ustedes recuérdenlo siempre: sin caridad no hay cristianismo auténtico.
La caridad cristiana que Jesucristo nos pide no debe confundirse con una mera filantropía, ni con un simple buen sentimiento de altruismo, ni mucho menos con la grata emoción del «sentirse a gusto» dentro del grupo de los amigos. Es exigente la caridad. Porque no busca la propia satisfacción, sino ante todo el bien de las otras personas. San Pablo nos dejó todo un programa de vida en aquel fragmento de la primera carta a los Corintios en que entona el así llamado himno de la caridad: La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca (1 Co 13, 4-8).
Y Cristo, de nuevo en el discurso de la última cena, llegará a pedirnos una caridad tan grande que nos haga estar dispuestos incluso a entregar la vida por los demás: Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 12-13). Que es como si dijera: «Dentro de pocas horas veréis la prueba del amor infinito que yo os tengo; mirad que entrego mi vida; la entrego por vosotros. Y yo quiero que vosotros os tengáis un amor semejante, como el que yo os tengo. Amaos hasta el punto de dar la vida unos por otros, si fuera necesario». Esto es mucho más que un buen sentimiento de benevolencia.
Los miembros del Regnum Christi, en razón de su condición de cristianos, de seguidores de Jesucristo, están llamados a vivir la caridad hasta ese altísimo grado. Ciertamente no es fácil encontrar una motivación humana válida que nos impulse a apostar por otro la propia vida. El mismo san Pablo lo reconoce: En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir (Rom 5, 7). Pero la caridad cristiana sí encuentra un motivo digno: Si Cristo dio su vida por mí, yo también debo dar mi vida por Él, o por lo menos, he de estar dispuesto a morir por Él. Y morir por Cristo es morir por cualquiera de nuestros semejantes, ya que Él nos ha revelado que con cada uno de los hombres Él se identifica. Con todos. Sin excepciones: con mis seres más queridos y con aquel que me pone zancadilla; con mi mejor amigo y con el vendedor ambulante de la esquina que no conozco; con los miembros de mi equipo y con los jóvenes de la banda que me robaron el coche; con la actriz de la telenovela y con el chiquillo que me pide ´una caridad´; con el mayor competidor de mi negocio y con el proveedor que me ha engañado; con el dentista que me atiende y con el pobre viejecito que muere en el hospital ignorado y abandonado por todos.
Ciertamente no todos los días se nos ofrecen oportunidades de dar la vida por Cristo dándola por nuestros semejantes. En cambio, todos los días, a cada instante, tenemos incontables ocasiones de servir a Jesucristo en la persona de nuestros prójimos, con quienes Él ha querido identificarse. ¿Recuerdan la descripción que Él mismo nos ha hecho del juicio final, en el Evangelio de san Mateo? Entonces dirá el Rey a los de su derecha: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.» [...] Y el Rey les dirá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 34-36.40).
Cuando les parezca imposible renunciar a un gusto o a un capricho personal para complacer a otro, cuando les parezca que no tienen tiempo para ofrecer un favor pequeño o grande, cuando les parezca insuperable la antipatía que sienten hacia un vecino o hacia un conocido, actúen la fe y piensen: ´Yo quiero amar y servir a Jesucristo, presente en esta persona´. Si de verdad lo aman a Él, no habrá dificultad invencible.
La caridad hacia el prójimo es la gran prueba de que en verdad amamos a Cristo y a Dios. Todas las demás ´demostraciones´ que queramos dar de nuestro amor a Dios son pruebas vacías, si no practicamos la caridad: El que dice amar a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, es un mentiroso... (cf. 1 Jn 4, 20-21).
El ejemplo del mismo Jesucristo tiene que servirles de estímulo e inspiración. Ante todo, el hecho mismo que Él, siendo Dios, haya querido hacerse hombre, y hecho hombre haya querido morir en la cruz para redimirnos, es la más grande señal del más grande amor que haya aparecido sobre la tierra: Me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2, 20). Pero además, toda su vida fue una oblación continua para servir a los hombres. Él mismo lo dice expresamente: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20, 28). Y de hecho lo vemos en el Evangelio totalmente volcado hacia los demás, sin detenerse un solo instante a buscar su propia complacencia o comodidad. Siempre está predicando, curando, haciendo milagros, escuchando a la gente, atendiendo sus peticiones. A veces incluso no le quedaba tiempo ni para comer (cf. Mc 6, 31); pero si era la muchedumbre la que carecía de pan, entonces se preocupaba de dárselo, y en abundancia (cf. Jn 6, 1-13). A sus discípulos los invita a descansar al final de jornadas extenuantes; Él en cambio, pasa largas noches en oración (cf. Lc 6, 12). Ante cualquier persona que sufre experimenta una profunda compasión, y hace todo lo posible por sacar a esa persona de su dolor, frecuentemente recurriendo incluso a su capacidad de hacer milagros.
Precisamente a fin de darnos ejemplo, antes de la última cena del jueves santo cumple un gesto tremendamente humillante: les lava los pies a los apóstoles, incluido Judas, y eso, apenas unas horas antes de la traición. Al terminar, les dice: Si yo, el maestro y señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros (Jn 13, 14-15).
No es fácil vivir con tal entrega la caridad, pero a Uds., miembros del Regnum Christi, ha de animarles la fe, que les descubre a Cristo en sus semejantes, y el ejemplo de Aquel a quien han prometido seguir, a Aquel por cuyo Reino se han comprometido a luchar y trabajar.
Hay un aspecto de la caridad cristiana que Cristo ha querido subrayar de forma particularmente insistente; me refiero a la exhortación que Él nos ha hecho de perdonar y amar incluso a nuestros enemigos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? (Mt 5, 46-47). ¡Qué profundo conocedor del corazón humano! Bien sabía Él de nuestra tendencia a guardar rencores, resentimientos, odios, aversiones, enconos, desprecios... Bien sabía Él las dimensiones de nuestro amor propio, y la capacidad de revancha y de venganza que podemos desarrollar. El amor que nos pide a sus seguidores se coloca infinitamente por encima de nuestras divisiones torpes y egoístas. Hemos de amar con el mismo amor con que Él nos ha amado a nosotros, con ese amor que ha perdonado nuestras culpas, con ese amor que es capaz de perdonar a sus verdugos precisamente en el momento en que lo están crucificando: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
El perdón sincero, que nace del corazón, que no es un simple silencio resignado, nos asemeja al mismo Dios en uno de sus rasgos más amables y grandiosos: la misericordia. Vosotros, dice Jesucristo, sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 36). Y es perdonando a quienes nos agravian como obtenemos el perdón de Dios: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, recitamos en el Padre nuestro, tal como nos lo enseñó Jesús.
Y porque quiere que aprendamos a perdonar como Él nos perdona, nos pide que perdonemos todo y que perdonemos siempre. Recordarán la parábola «del siervo inhumano»: El rey le condonó por compasión una ingente deuda, pero él no fue capaz de condonar a uno de sus compañeros una deuda irrisoria; por eso mereció un cruel castigo del rey. La moraleja de la parábola: Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano (Mt 18, 35). Y a Pedro, que le preguntaba cuántas veces tenía que perdonar a su prójimo, Cristo le contesta: No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18, 22), queriendo con ello significar que no debe existir ningún límite para el perdón. Amar y perdonar a quienes nos dañan, ésa es la corona de la caridad.
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Hasta aquí he tratado de esbozar sumariamente las principales enseñanzas que Cristo nos ha dejado en el Evangelio acerca de la caridad. Pero conocer y entender esta enseñanza realmente no es cosa difícil. Lo importante es aplicarlo y traducirlo a la vida ordinaria de todos los días. Obras son amores, y no buenas razones. ¿Cómo vive la caridad cristiana un miembro del Regnum Christi? ¿Qué es lo que hace concretamente para que su caridad sea de obras y no de meros pensamientos o de solas buenas intenciones?
Primeramente, la caridad debe ser una actitud de fondo que dé un sentido y una orientación peculiar a toda su vida de relación con las demás personas en la convivencia habitual de todos los días. La caridad empieza allí, en el modo en que ustedes se conducen ante los demás en lo cotidiano, en el encuentro ordinario con los otros. Normalmente en este nivel la práctica de la caridad no comporta gestos espectaculares ni hazañas heroicas. Al contrario, esta virtud suele expresarse de un modo muy sencillo, por una serie de gestos aparentemente triviales e intrascendentes, pero nacidos de la bondad del corazón. Son los pequeños detalles que hacen a los demás más llevadero el peso de cada jornada: un saludo amable y sincero por la mañana, una sonrisa que suaviza la negativa inevitable, una condescendencia con un compañero sobre el modo de realizar una tarea, la atención paciente y servicial al familiar o al amigo enfermo, etc., etc.
Todos Uds. conocerán sin duda a más de alguna persona de ésas que todos espontáneamente caracterizamos como «buenas gentes». Parecen no conocer la malicia; son incapaces de negar un favor; todo lo ven y lo juzgan con mirada sana; comparten generosamente sus cosas; son constructivos e infunden optimismo; a todos acogen con una sonrisa; siempre tienen tiempo para escuchar. Todo lo contrario del sujeto avieso, del malévolo, del iracundo, del mordaz, del taimado: individuos que parecen nacidos para exasperar al prójimo.
Esa buena índole algunos la poseen de forma natural, como una resultante de sus rasgos caracteriológico-temperamentales. Otros la adquieren por la buena educación que reciben desde la infancia. Pero otros no. Para muchos la benignidad es una conquista ardua y lenta. Es el fruto de un esfuerzo ascético cotidiano por vencerse a sí mismos, por crecer en humanidad, por asemejarse a Jesucristo. Es ésa la conquista de la virtud de la caridad cristiana. Y es ésa la conquista primordial que ustedes deben perseguir como discípulos de Cristo.
Son incontables las expresiones que puede tener la caridad en esa convivencia cotidiana en el hogar, en la escuela o en el trabajo. En casa, por ejemplo, saber ofrecerse para ayudar con los pequeños quehaceres; mostrarse comprensivos unos con otros; evitar las discusiones acaloradas y dominar la propia irascibilidad, especialmente ante los hijos o ante los hermanos más pequeños; escuchar con paciencia y dedicar tiempo al abuelo o a la abuela que han gastado la vida por sus hijos y sus nietos; aceptar a los demás como son, sin pretender que todos compartan los propios gustos, aficiones u opiniones. Aceptar y tratar con respeto y bondad a los suegros, a los cuñados, y en general a los parientes políticos. Evitar actitudes despóticas de superioridad o de «machismo» ante la esposa o los hijos. Si en casa hay personal de servicio, saber tratarlos con sumo respeto, con deferencia, interesándose por su salud, su familia, su situación; ¡cuántas veces se introduce en el corazón un sutil y antievangélico menosprecio hacia estas y otras personas de diversa condición social!
Fuera del hogar, traten igualmente de conocer y servir a sus compañeros de escuela, de universidad o de trabajo. Recuerdo por ejemplo el testimonio de un empresario del Regnum Christi -ya fallecido- que conocía personalmente a todos los obreros de sus empresas; al acercarse la Navidad visitaba a todos los que podía en su casa, les llevaba algún regalo, se interesaba por su salud, por su situación familiar; cuando visitaba las plantas su primer interés eran las personas, los trabajadores, antes que el rendimiento y la productividad de la fábrica. Cuando alguno de los obreros se enfermaba, se interesaba en ayudarle personalmente: lo visitaba, le daba las medicinas que necesitaba, etc., etc. Y con mucha frecuencia se hacía acompañar de alguno de sus hijos, para ir educándolos así a practicar la caridad y a dirigir las empresas con un auténtico sentido cristiano.
Estimo que la caridad puede y debe intervenir en muchas situaciones en las que la simple aplicación de la justicia no basta para que el comportamiento sea plenamente cristiano. Así, para continuar con el ejemplo de las relaciones laborales, un empresario debería considerar en qué condiciones personales y familiares va a quedar un trabajador al que por motivos razonables y justificados tiene que despedir, y preguntarse en conciencia si no puede hacer algo más por ayudarle, yendo incluso más allá de lo estipulado por la ley.
Un aspecto muy importante en la vivencia de la caridad cristiana es el que determina nuestra relación con la Iglesia, sus personas y sus instituciones. Sería un engaño muy grande creer que vivimos el amor si éste no se manifiesta también hacia la Iglesia en sí misma, como el medio que Jesucristo instituyó para prolongar en el tiempo su obra de redención y santificación de la humanidad.
Amen a la Iglesia y amen al Papa. Ámenlos con pasión y defiéndanlos con valentía. No permitan que delante de ustedes nadie critique o ataque a la persona del Santo Padre. Sepan por el contrario apreciar, difundir y ponderar el esfuerzo colosal que hace por iluminar a los hombres con sus enseñanzas y por promover la acción de la Iglesia en general y de sus obras particulares.
Quiero aprovechar esta oportunidad para lanzar a todos los miembros del Regnum Christi, los de hoy y los que vendrán, una vehemente exhortación, a no caer jamás, por ningún motivo, bajo ningún concepto, en la perfidia vil de impugnar, con palabras o con obras, ninguna persona o institución de la Iglesia que promueva objetivamente el bien, en una obediencia leal a la jerarquía constituida. Quienes de ustedes conocen la historia de la Legión y del Regnum Christi sabrán muy bien cuánto retraso, cuánta pérdida de tiempo han implicado los ataques injustos provenientes de hermanos en la fe. Si mucho he tenido que sufrir por lo que me han hecho, mucho más he llorado al ver cuántas energías y cuánto tiempo se desperdicia en estas villanías, tan indignas de seres humanos y tan contrarias al espíritu del Evangelio.
Dentro de la Iglesia hay lugar para una variedad interminable de carismas. El Regnum Christi, como cualquier otra organización eclesial, no agota, ni mucho menos, la riqueza infinita de que Cristo ha dotado a la Iglesia. Existen también otros caminos, otras aspiraciones, otros métodos. En la medida de nuestras posibilidades vamos a apoyarlos, al menos respetándolos y dejándolos trabajar en paz dentro del espacio de su competencia. Que jamás un miembro del Regnum Christi se permita una sola palabra o una sola acción en daño de otros. ¡Sentido de Iglesia!
Esto que digo en relación con otras personas y organizaciones, hemos de aplicarlo eminentemente dentro del mismo Movimiento. Somos un cuerpo. Somos una familia. Participamos de un idéntico espíritu. Buscamos el mismo fin. ¡Con cuánta solicitud hemos de preocuparnos de servir a los compañeros del equipo, a la propia sección, a todos los miembros del Reino! ¡Con cuánto interés hemos de apoyar y promover las obras del Movimiento para que éste crezca y cumpla su misión! Promover los colegios del Regnum Christi, sus universidades, sus escuelas de la fe, sus centros de consultoría familiar, etc., etc., es un deber de caridad y expresión de auténtico celo apostólico. Dentro de la sección, sepan acoger con interés y cordialidad a los nuevos miembros; traten de colaborar y apoyar magnánimamente a quienes ocupan puestos de responsabilidad y servicio; y desde luego, jamás se dejen invadir de sentimientos de envidia o rivalidad si no son llamados a ejercer tales cargos; eso sería señal de estrechez de espíritu.
Hay un aspecto de la vivencia de la caridad que considero extremadamente importante, tanto que constituye como un distintivo peculiar de los miembros del Movimiento. Es la «benedicencia» o la virtud de hablar positivamente de los demás.
Desgraciadamente el hombre lleva en su naturaleza, herida por el pecado, una tendencia casi irrefrenable a pensar mal del prójimo, a interpretar torcidamente sus intenciones, a descubrir más fácilmente sus defectos y sus errores que sus cualidades y sus aciertos. Y esta tendencia suele ir acompañada con la costumbre verdaderamente diabólica de poner al descubierto ante terceros esos defectos o equivocaciones. Parece como si algunos encontraran no sé qué especial complacencia en andar divulgando a los cuatro vientos los defectos del prójimo. Y participan con fruición sin igual en cualquier corrillo difamante. Exactamente como la imagen que cierta literatura nos ha entregado del grupito de señoras ociosas que todas las tardes se reúnen precisamente a comunicarse los nuevos chismes del día. Por algo el apóstol Santiago dice en su carta que si alguno no peca con la lengua, ése es un hombre perfecto (St 3, 1).
Digo que es una costumbre diabólica, porque se trata de un pecado gravísimo contra la caridad, pues la maledicencia destruye la fama, el buen nombre, el prestigio al que toda persona tiene derecho.
El maldicente no sólo es un perverso detractor de la doctrina cristiana; es uno que se descalifica a sí mismo como ser humano, pues ni siquiera alcanza un mínimo de dignidad para respetar al otro en lo que es. Se erige hipócritamente en juez y censor, como sintiéndose capaz de arrojar la primera piedra.
Por algún motivo misterioso, Dios Nuestro Señor ha permitido que muchas veces en mi vida haya tenido que aceptar el trago amarguísimo de ver mi nombre pisoteado, denigrado, calumniado; yo sé por experiencia lo que significa presentarse ante una personalidad y ser recibido como un malvado, por efecto de la maledicencia; y sé lo que duele ir por las calles y verse señalado, y verse rehuido, y ver cómo los que parecían amigos dan la espalda y fingen no haberlo visto a uno.
Extrañamente no se suele dar a este pecado toda la importancia y la gravedad que tiene objetivamente, como si se tratara de cosa intrascendente. Pero Uds. recuerden aquellas palabras durísimas de Jesucristo: Suponed un árbol bueno, y su fruto será bueno; suponed un árbol malo, y su fruto será malo; porque por el fruto se conoce el árbol. Raza de víboras, ¿cómo podéis vosotros hablar cosas buenas siendo malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas. Os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres darán cuenta en el día del Juicio. Porque por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado (Mt 12, 33-37).
Los miembros del Movimiento han de desterrar absolutamente, sin contemplaciones ni miramientos, toda sombra de maledicencia. Jamás han de permitirse publicar o comentar los defectos del prójimo. Han de desterrar de sus vidas todo lo que sea chisme, difamación, calumnia. Sepan que quien se dedica a matar la honra del prójimo no tiene cabida en nuestro Movimiento, porque no se puede compaginar la destrucción de la esencia del cristianismo con un pseudocompromiso de militar por el Reino de Cristo. Jamás participen en chismorreos. Dondequiera que otros quieran hablar mal, Uds. tengan la valentía de adelantarse para hablar bien, y de defender a la persona difamada, y si fuera preciso, de hacer ver enérgicamente a quien intenta la difamación que eso Uds. nunca lo podrán permitir en su presencia. Ni siquiera en plan de broma.
La actitud del miembro del Regnum Christi debe ser todo lo contrario. Uds. deben esforzarse por cultivar precisamente la virtud de la ´benedicencia´, del hablar bien de los demás, resaltando sus cualidades, sus triunfos, sus aciertos.
Formen el hábito de la benignidad. Si la boca habla lo que el corazón encierra, llenen su corazón y su mente de pensamientos buenos. Sean eminentemente constructivos en todas sus conversaciones. Y cada vez que se acerquen al sacramento de la confesión, al hacer su examen de conciencia analicen detenidamente si no han tenido la desgracia de caer en este pecado; si por debilidad se encontraran culpables, tengan el valor de ofrecer una justa reparación y pidan al Señor su gracia, para que nunca permita que vuelvan a caer en lo mismo.
Cultiven el hábito de fijarse siempre en el lado positivo de las personas. Y aunque la evidencia les muestre que tal o cual persona adolece de graves deficiencias, Uds. pregúntense: ¿Y detrás de esto que veo, qué cualidades y virtudes encerradas guarda esta persona?
Sepan disculpar las acciones ajenas, o por lo menos traten de respetar sus intenciones. No quiero decir con esto, que podemos transigir con el mal, sin más, como disimulando no darnos cuenta de él. No. Quiero decir que debemos distinguir entre el pecado y el pecador, a ejemplo de Jesucristo. Tenemos que saber ponernos por encima del mal, para acoger al hombre. Emplearemos toda nuestra energía en combatir el pecado en el mundo; pero no al pecador. Por el contrario, a éste lo debemos rescatar y salvar.
A veces se encontrarán con personas o instituciones que de una u otra forma maquinan contra la Iglesia; tienen, por ejemplo, algunos grupos dentro de la misma Iglesia que se dedican a sembrar la confusión doctrinal y a quebrantar la fe y el afecto de las personas hacia el Papa. En este caso el deber que se nos impone es, por un lado abstenernos de juzgar y condenar a las personas, pero por otro, tenemos que desenmascarar sus estrategias para evitar que hagan daño a hermanos nuestros en la fe. Respetamos al «pecador», pero resistimos enérgicamente a su pecado por amor a la Iglesia y por fidelidad a nuestro compromiso cristiano.
Existe otro campo muy amplio en el que todos ustedes tienen posibilidad de ejercitar la virtud de la caridad cristiana, más allá del ámbito habitual en el que se desarrolla su vida. Es ese campo interminable que tanta gloria ha dado a la Iglesia a lo largo de los siglos, gracias a la dedicación de millares y millares de sus hijos a esta forma de caridad. Es el campo del socorro a las personas más necesitadas de la sociedad. Digo necesitadas en el sentido más amplio del término, no sólo en el sentido económico.
Desde siempre la Iglesia ha impelido a todos los cristianos a practicar las así llamadas obras de misericordia, que el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica explica con estas palabras:
Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf. Mt 25, 31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf. Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf. Mt 6, 2-4) (n. 2447).
Yo quisiera lanzarles una viva invitación a integrar dentro de sus costumbres y de su plan de vida la dedicación de una parte de su tiempo y de sus bienes a practicar las obras de misericordia. Esto ha sido parte constitutiva de la vida de todas las generaciones de cristianos, desde la fundación misma de nuestra religión. Un ejemplo muy significativo lo encontramos ya en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de san Pablo: hubo en aquellos años un período de sequía y de hambre en toda Palestina; ante eso, los cristianos que vivían fuera de Palestina, organizaron bajo la dirección de san Pablo una gran colecta para socorrer a los cristianos de Jerusalén (cf. Hch 11, 27-30; Rom 15, 26-28; 1 Co 16, 1-4; 2 Co 8-9). Les corresponde a Uds., miembros del Regnum Christi, dar continuidad a esa cadena ininterrumpida, mostrando así al mundo una de las facetas más hermosas del cristianismo y de la Iglesia.
Y quisiera llevar aún más lejos mi invitación. Que esta preocupación por ayudar a quienes padecen cualquier tipo de desgracia no se reduzca sólo a unos gestos aislados realizados a nivel personal: dar una limosna a un pobre, regalar ropa a los niños de un orfanatorio, contribuir en un dispensario, etc. Tenemos que trabajar para que todos a nuestro alrededor compartan esta inquietud, y para que se vaya formando una verdadera cultura de solidaridad en la que participen no sólo los individuos, sino también las instituciones, las públicas y las privadas. Es deplorable ver cómo la ley que parece inspirar la dirección y la administración de las empresas, organismos, despachos, es la de un egoísmo salvaje, donde lo único que interesa es la supremacía de la propia institución, aun a costa de atropellos, incluso dentro de un marco de perfecta legalidad. Ustedes, con su testimonio y haciendo uso de la capacidad decisoria que tengan dentro de las instituciones, trabajen por humanizar y cristianizar esas instituciones, haciendo que en ellas prevalezca la preocupación por servir a los hombres, en especial quienes están más necesitados.
A los padres y madres de familia del Regnum Christi, les recomiendo en especial que sepan educar a sus hijos en este espíritu; enséñenles a ser sensibles ante las miserias que sufren muchísimos seres humanos; enséñenles sobre todo desde pequeños a compadecerse y a sacrificarse, desprendiéndose de lo que tienen para aliviar, en cuanto esté a su alcance, las penas de la gente que sufre. No saben Uds. cuánto me ayudó a mí de niño el testimonio de mi madre. Era cosa de todos los días verla ora dando comida a los pobres, ora dándoles ropa; otro día yendo a visitar y curar a los enfermos, especialmente a los leprosos; en otras ocasiones ayudando a bien morir a los vecinos del pueblo. Todo eso formó en el corazón de mis hermanos y en el mío una especial sensibilidad ante los más desamparados.
Entregarse a las obras de misericordia es algo siempre al alcance de todos, pues siempre tenemos allí, al alcance, a los pobres, a los enfermos, a los ignorantes. No obstante, Uds. pueden encontrar en el Movimiento diversas obras destinadas precisamente a ello, y en las que pueden prestar su colaboración, su tiempo y su ayuda material. Tienen, por mencionar sólo un ejemplo, la cadena Mano Amiga.
Después de la práctica de las obras de misericordia, tienen Uds. otra forma de hacer presente en el mundo el testimonio auténtico de la caridad cristiana: el perdón de las ofensas. Páginas atrás, al exponer lo que Jesucristo nos enseñó acerca de la caridad, mencioné lo que Él nos dijo acerca del perdón. Ahora quisiera mostrarles cómo pueden aplicar esto en sus vidas.
No cabe duda que el perdón es la corona del amor. Se requiere un amor muy grande, en ocasiones heroico, para saber acallar los gemidos del propio orgullo herido y deponer todo resentimiento y deseo de venganza, cuando alguien nos injuria, humilla o lastima. La reacción instintiva es aplicar sin clemencia la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente; no menos; y si se puede, más. Sobre todo cuando a ciencia cierta nos sabemos víctimas de envidias o de una injusticia, cuando alguno consciente y deliberadamente se ha propuesto hacernos daño, cuando nos ponen zancadilla, cuando sin ningún motivo razonable alguien destruye nuestros bienes, o peor aún, ataca física o moralmente a los seres queridos, ¡qué difícil olvidar, abandonar el odio, perdonar! Sin embargo, ahí está claramente esculpido en el Evangelio el mensaje de Jesucristo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (Mt 5, 44-45).
¿Será, entonces, que el cristiano está llamado a fracasar? ¿Acaso es ley que inexorablemente hayan de prevalecer los malvados, los abusivos, los canallas, los inconsiderados, los injustos, los delincuentes, los desalmados? De ninguna manera. A la autoridad civil le compete imponer orden y justicia. Y a nosotros la ley que nos toca hacer prevalecer es la ley del perdón y del amor. El odio y la venganza sólo engendran odio y venganza. La sangre engendra sangre. Y el amor engendra amor. La historia del cristianismo es por sí misma elocuente. Humanamente no había esperanza de salvación para las primeras generaciones de cristianos. Lo lógico era que la nueva religión se hubiese extinguido en los coliseos y en los patíbulos del imperio romano. Pero no sólo sobrevivió. El testimonio heroico de amor y de perdón que ofrecieron aquellos campeones de la fe se alzó como un estandarte, como un signo de la autenticidad y del origen divino del cristianismo. Y entonces sobrevino el milagro. El imperio se convirtió. Brilló en la humanidad un nuevo estilo, hasta entonces desconocido, de vida y fraternidad. Nació una nueva cultura. Una nueva civilización.
¿Querrán ustedes ser los nuevos campeones de la fe? ¿Querrán ustedes ser los nuevos testigos del amor? ¿Querrán ustedes ser los constructores, en el umbral del siglo XXI, de la nueva civilización de la justicia y de la caridad cristianas? Ustedes seguramente no tendrán que dar un testimonio cruento de su fe. Pero cuantas veces caigan víctimas del desprecio, de la injusticia, de la violencia, sepan dar valientemente la única respuesta válida que Cristo espera de sus seguidores: el perdón sincero, por amor. Jamás permitan que en sus corazones anide el desprecio o el desdén. Es muy triste contemplar, por ejemplo, familias atrozmente desunidas por conflictos entre hermanos o entre parientes políticos a causa de litigios y rencores egoístas, en los que frecuentemente anda de por medio una herencia u otra ambición económica. No caigan en el error de sacrificar la caridad y la unión familiar en aras de un beneficio material; y si es otro quien comete un atropello a expensas de tu bolsa o de tu honor, tú, dentro de lo que dicte la prudencia sobrenatural, sé magnánimo y responde cristianamente.
Responder con perdón y con amor no quiere significar que Uds. no hayan de comprometerse en la búsqueda de la justicia y de la paz. Tampoco significa que deban permanecer inertes, con los brazos caídos y la cabeza agachada, ante las atrocidades y maldades que a diario se cometen, con frecuencia impunemente. Jesucristo recomendaba a sus apóstoles: Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, astutos como las serpientes, y sencillos como las palomas (Mt 10, 16). Yo he querido referirme más bien a la actitud íntima del corazón ante los ultrajes recibidos: que sepan perdonar, sin buscar jamás la venganza, ni guardar resentimientos. Y cuando el caso lo requiera, estén dispuestos al heroísmo, como hizo el Papa cuando acudió a la prisión para visitar y perdonar al hombre que había atentado contra su vida.
Creo que es importante aquí hacerles ver que el perdón sincero en ocasiones puede ir acompañado de sentimientos y de movimientos pasionales que no corresponden con la actitud de perdón. Así es la sensibilidad humana; no raras veces camina por rumbos distintos del que lleva la voluntad. Los sentimientos son ciegos, y por eso a veces podemos seguir sintiendo disgusto al ver o recordar a alguien que nos ha hecho mal; ya lo hemos perdonado con nuestra voluntad: no buscamos la venganza, no le deseamos ningún mal, nos esforzamos sinceramente por pensar y sentir bien de ella y por hacerle el bien, y sin embargo no podemos evitar que su solo pensamiento haga que nos «hierva la sangre», como se dice. Esto es algo natural; lo importante es que el perdón nazca de lo más profundo del alma.
Esto es algo que se cultiva día tras día, con ayuda de la gracia de Dios, aprovechando las pequeñas o grandes ocasiones que nos brinda la convivencia cotidiana en la familia, en la escuela, en la universidad, en el trabajo. Con la sencillez de la paloma, sepan ponerse por encima de los pequeños roces, de los pequeños choques, de las pequeñas incomprensiones que van salpicando sus jornadas. Sean magnánimos. Sean indulgentes. Lo contrario es propio de espíritus estrechos, tan mezquinos como aquellos otros que se creen justificados con la postura del «yo perdono, pero no olvido». Y sepan también pedir perdón cuando por descuido o debilidad contraríen u ofendan a otros.
En la búsqueda de una nueva civilización en la que el amor sea uno de los pilares cardinales, los miembros del Regnum Christi han de dar un especialísimo testimonio de una dimensión del amor que hoy es negada sistemáticamente, incluso con programas nacionales e internacionales apoyados y promovidos por las más altas instancias: la apertura a la vida.
Yo no sé si todos ustedes logran percibir el daño tan grande que se ha hecho a las familias con toda esa campaña mundial que pretende cortar drásticamente el crecimiento poblacional con todos los medios posibles, sin excluir los más indignos y arbitrarios, como son el aborto y la esterilización. A base de mentira y desinformación ciertos grupos, movidos por turbios intereses -tan mezquinos como el no querer compartir los recursos naturales con las poblaciones en desarrollo-, han propagado una falsa señal de alarma, presentando un futuro apocalíptico en la hipótesis, para ellos nefanda, de que la humanidad siga creciendo a su ritmo natural. De nada han servido estudios muy serios que desmienten o por lo menos relativizan mucho los temores y prevenciones contra la así llamada explosión demográfica. ¿La brillante solución que proponen y abusivamente imponen? Disminuir los nacimientos. De ahí el rentabilísimo comercio de artificios mecánicos o bioquímicos y de otras técnicas anticonceptivas o abortivas. Sobra decir que paralelamente esta industria ha promovido también la «liberalización del sexo», con las manifestaciones aberrantes que nos son conocidas; pero este punto sólo lo menciono de paso, sin detenerme por ahora en él, pues me llevaría fuera de nuestro tema.
La campaña antipoblacional ha alcanzado ya plenamente sus objetivos en los países industrial y económicamente desarrollados. En casi todos ellos, por ejemplo, se ha conseguido imponer leyes que en mayor o menor medida permiten la práctica legal del aborto. Con éste y con otros medios también reprobables, han conseguido abatir el índice de crecimiento demográfico casi a cero, y en algunos países incluso debajo de cero.
Independientemente de las consecuencias sociológicas, económicas y políticas que este fenómeno traerá inevitablemente a la vuelta de unos años, lo que me interesa destacar aquí es la mentalidad anti-vida que ha logrado arraigar ya en las sociedades «avanzadas» y que lamentablemente se va extendiendo también a otras culturas, como son, por ejemplo, las del continente latinoamericano.
El amor cristiano, queridos miembros del Regnum Christi, es esencialmente una participación del amor de Dios: de ese amor que está en el origen de la creación del mundo, de ese amor que creó al hombre «a imagen y semejanza de Dios», de ese amor que es difusivo, que busca expanderse, que quiere dar vida. Por ello, en un matrimonio cristiano no puede caber esa mentalidad que se cierra a la vida. Por supuesto, no cabe el recurso a medios moralmente ilícitos para evitar nuevos nacimientos. Y desde luego -y esto, a pesar de ser tan obvio, hay que afirmarlo con la máxima energía- no cabe absolutamente el recurso a un medio tan execrable como es el aborto. Pero habría que ir aún más allá, y decir que en un matrimonio cristiano no cabe la limitación del número de la familia por motivos meramente egoístas y arbitrarios.
Obviamente esto que digo no implica en manera alguna que no exista el gravísimo deber de ejercer la paternidad en modo eminentemente responsable. Esto lo doy por supuesto. Yo me refiero a esa mentalidad gratuitamente aceptada de que la prole de una familia no debe exceder de uno o dos hijos, incluso cuando las posibilidades de la familia podrían permitir, por ejemplo, tres o cuatro, o más. ¿Por qué negar los bienes de la vida, y sobre todo los bienes de la vida eterna a otros a quienes ustedes podrían llamar a la existencia? Ciertamente no se puede apelar a un supuesto ´derecho´ del hijo aún no engendrado, pues sólo quien ya existe posee derechos. Pero la lógica del amor sobrepasa la lógica estrecha del legalismo que todo lo funda en deberes y derechos. El hombre, con todo el universo a su servicio, no tenía ningún ´derecho´ a existir; pero el amor de Dios fue tal que quiso llamarlo a la existencia para tener con quien participar su vida y su felicidad. Ésa es la lógica del amor. Y por tanto, es también la lógica del amor conyugal.
Los grupos propugnadores de la mentalidad anti-vida (de la cultura de la muerte, diría el Papa), consecuentes con su programa, desde hace varios años han abierto un nuevo frente de batalla. Primero se trataba de acabar con la vida en su concepción. Ahora buscan acabar con la vida en su etapa final. Interponen pretextos como: evitar el sufrimiento al enfermo que se encuentra en fase terminal, ahorrarle una vida que ha llegado a serle inhumana, ayudarle a morir con dignidad, etc, etc. Su objetivo es alcanzar un amparo legal para practicar impunemente una forma de homicidio que eufemísticamente denominan «eutanasia», «muerte dulce». Con programas de mentalización muy bien orquestados, van consiguiendo poco a poco la aquiescencia y la aprobación de la gente. Si los hombres rectos, empezando por los cristianos, con un mínimo de sentido de humanidad no se mueven para poner drásticamente un freno a esta campaña, podemos esperar que en fecha no lejana las diversas legislaciones darán luz verde a esta práctica monstruosa. Naturalmente a la cabeza del desfile veremos a los países «desarrollados»; y seguirán los restantes.
El Santo Padre no ceja de denunciar continuamente esta campaña. En su encuentro con los jóvenes en Denver, en agosto pasado, decía así a la juventud: Asistimos también a la difusión de «una mentalidad de lucha contra la vida», una actitud de hostilidad hacia la vida en el seno materno y hacia la vida en sus últimas fases. Precisamente en este tiempo, en que la ciencia y la medicina han logrado una mayor capacidad de velar por la salud y la vida, las amenazas contra la vida se hacen más insidiosas. El aborto y la eutanasia -asesinato real de un ser humano verdadero- son reivindicados como derechos y soluciones a problemas: problemas individuales o problemas de la sociedad. La matanza de los inocentes no deja de ser acto pecaminoso o destructivo por el mero hecho de realizarse de modo legal y científico (discurso en el Cherry Creek State Park, 14 de agosto de 1993).
Ustedes, miembros del Regnum Christi, recuerden que si quieren ser consecuentes con su condición de cristianos, han de comprometerse seria y activamente en la construcción y difusión de una cultura de vida, en la que el ser humano vuelva a ocupar la dignidad e intangibilidad que le confiere su condición de hijo de Dios, y por tanto, en la que las legislaciones civiles respeten y defiendan la vida humana.
Las diversas formas de expresar y vivir la caridad cristiana que he mencionado hasta ahora tienen un común denominador: buscan no sólo no hacer el mal a los demás, sino ante todo hacerles el bien. Hay una manifestación de la caridad que va todavía más lejos. No se contenta ya tan sólo con ´hacer el bien´, sino además busca ayudar al otro a que sea mejor. Éste es el mayor bien que les podemos ofrecer: Ayudar al prójimo a superarse, en todos los aspectos de su personalidad, pero muy especialmente en su estatuto moral y religioso. El amor es así; no tolera que la persona a quien se quiere sea una persona disminuida; buscará a toda costa ayudarle a que cada día sea mejor, más completa, más íntegra. A esto debe llevarnos la caridad cristiana en relación con los demás.
Esto tiene innumerables aplicaciones en su vida cotidiana, en la convivencia con la propia familia, con el círculo de amigos, con los compañeros, con el novio o la novia, y muy especialmente con los compañeros de equipo del Reino. Traten siempre de estimularse y ayudarse unos a otros. Es muy alentador, por ejemplo, ver cómo en algunos equipos de jóvenes (o también equipos de señoritas) los miembros se proponen expresamente organizar juntos sus diversiones con doble finalidad: lograr una mayor integración del equipo y ayudarse recíprocamente a evitar posibles excesos a los que a veces se sienten tentados. Yo creo que es un acto de caridad muy noble el darse unos a otros este tipo de ayuda, que en ocasiones puede resultar preciosa para evitar caer en pecado.
Una forma muy elevada de vivir la caridad cristiana ´haciendo mejores´ a otros consiste en evangelizar o catequizar a quienes no han recibido ninguna o muy poca instrucción católica. Una de las deficiencias más notorias que se puede percibir en la Iglesia hoy en día es precisamente la falta de una adecuada instrucción en el conocimiento y en la práctica de las verdades de nuestra fe. Las causas son variadas y complejas; pero un factor que sin duda ha contribuido mucho es éste: durante muchísimos años tal instrucción estaba en manos casi exclusivamente de los párrocos, de las escuelas católicas y de las congregaciones religiosas, sobre todo femeninas. Esto era de por sí insuficiente. Llegó después la crisis de los años sesenta y setenta, que afectó a todos los sectores de la sociedad, y repercutió también dentro de la Iglesia. Vino con ello una drástica disminución de las vocaciones religiosas y sacerdotales, además del desbarajuste general: doctrinal, litúrgico, disciplinar, pastoral, y por supuesto, catequético. La consecuencia está a la vista: masas de fieles que difícilmente superan la formación religiosa recibida en su preparación para la primera comunión. Se comprende así fácilmente por qué hay tantos católicos que sucumben al asedio de los ´misioneros´ de las mil y una sectas que han invadido el mundo.
Tenemos que darnos cuenta que la evangelización y la catequesis no son, esto es, no deben ser monopolio de clérigos y religiosos. Es una tarea que incumbe a todos los creyentes, a cada uno según el estado de vida al que Dios lo ha llamado. A ustedes les corresponde, pues, asumir la parte que les toca en esta tarea. Hacerla propia y llevarla a realización es un acto sublime de caridad, de esa caridad sobrenatural por la que Jesucristo, entregado a la predicación del Reino durante su ministerio público, nos reveló el rostro de su Padre.
Me causa asombro escuchar algunas veces que los miembros de algunos equipos del Movimiento no encuentran un ´compromiso apostólico´ adecuado en el que puedan encauzar su celo y su deseo de hacer crecer el Reino. Salgan a catequizar. Organícense del modo más eficaz. Si hace falta, vayan de puerta en puerta, de casa en casa. Se sorprenderán al descubrir con cuánto anhelo son esperados.
En este marco, invito a los jóvenes y señoritas del Regnum Christi a participar en las jornadas misioneras que cada verano el Movimiento organiza en diversos países del mundo. Harán un bien muy grande a muchísima gente, y ustedes mismos saldrán profundamente enriquecidos.
Sin duda hay muchas otras formas más de practicar la caridad cristiana. Pero quiero mencionar ya sólo una, que no es visible ni ostentosa, pero sí es sumamente fecunda: la oración por los demás. También en esto Jesucristo nos ha dado un ejemplo a seguir. El testimonio más claro lo tenemos en ese discurso de la última cena, que les mencioné al inicio de esta carta. En el capítulo 17 de su Evangelio, san Juan reproduce una bellísima oración que Jesucristo elevó por los apóstoles y por todos los que en los siglos sucesivos habríamos de formar las filas de sus discípulos: Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros [...] Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad [...] No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado [...] Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplan mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo (Jn 17, 11. 14-17. 20-21. 24).
Es fácil adivinar que con éstas o con palabras semejantes, Jesucristo habría rezado por toda la humanidad innumerables veces durante su vida terrena. Y aún ahora, según nos dice la Carta a los Hebreos, estando en el cielo, junto a su Padre, vive para siempre para interceder en favor de los hombres (Hb 7, 25).
Ojalá que también ustedes, a ejemplo de Jesucristo, sepan ser magnánimos para ofrecer oraciones continuamente unos por otros, por la Iglesia, por el Movimiento, y por todos los hombres nuestros hermanos, como una límpida manifestación de la caridad desinteresada que anida en sus corazones.
* * *
En un ambiente enrarecido y degradado como el que envuelve a gran parte de la humanidad en este final de milenio, predicar y practicar la caridad cristiana puede resultar extraño. ¿Un gesto de bondad? ¿una sonrisa cálida, sincera? ¿un favor desinteresado? Se corre el riesgo de pasar por un tipo raro. ¿Proponer una cultura basada en el amor? A muchos les parecerá una utopía. A otros un ideal sublime, pero inaferrable: un idealismo inconsistente. Y a otros una absurda locura, carente del craso realismo que indispensablemente se requiere para sobrevivir.
Ésta era sin duda la impresión que se llevaban los primerizos oyentes de la predicación de Jesucristo y luego los de los apóstoles. Y no creo que el mundo romano del primer siglo fuera más receptivo que nuestro mundo contemporáneo. Sin embargo los cristianos genuinos de todas las épocas han sabido, al igual que su Maestro, caminar contra corriente. Puede estar de moda el amor fácil, el amor ligero, el amor orgiástico; es decir, los sucedáneos del amor. Pero el amor que nos pide Cristo, el amor que compromete, que exige sacrificio y renuncia, el amor que está dispuesto a ofrendar la propia vida, ese amor no ha sido ni será nunca una moda. Afortunadamente. Porque no son las modas las que elevan y dignifican a la humanidad. Pero la historia y el testimonio de veinte siglos de santidad heroica de millones de cristianos están allí, inconfutables, para mostrar que el amor es posible, que no es una utopía inalcanzable, que sólo en él los hombres conseguirán el sosiego y la paz.
Queridos miembros del Regnum Christi, sean ustedes profetas del amor, sean valerosos protagonistas del amor, sean apóstoles del amor. Y para ello, estén dispuestos a contender valientemente contra los antagonistas del amor.
El primer gran opositor de la caridad cristiana, es el que cada uno lleva dentro de sí mismo: su propio egoísmo. ¿No es verdad que nuestras pasiones nos inclinan a buscar en todo y sobre todo nuestra propia satisfacción, nuestra comodidad, nuestros gustos personales, nuestros caprichos? Nos gusta imponer nuestros conceptos, nuestras ideas, nuestros juicios. Queremos aparecer como los mejores. Nos agrada ocupar los primeros puestos. Procuramos acapararlo todo. Exigimos intransigentemente que los otros cumplan con sus obligaciones, y nos mostramos parcialmente indulgentes con nuestras propias faltas. Y algunas veces nos permitimos la perfidia de atropellar brutalmente a los que molestan, compiten o estorban. ¡Qué fácilmente descubrimos y condenamos esta clase de desatinos en los que nos rodean! Y sin embargo, ¡con cuánta dificultad descubrimos y admitimos que también nosotros nos comportamos así! O lo que es peor, ¡cuántas veces terminamos aceptando complacientemente esta conducta indecorosa parapetados al socaire de un cómodo cuanto irresponsable «todos son así»!
Pero el cristiano verdadero no es así. No lo es porque jamás renuncia a su propia dignidad. Y porque sabe que es ley evangélica negarse a sí mismo, tomar cada día su propia cruz y ponerse a andar tras las huellas de su Señor. No por un necio afán autodestructivo, sino al contrario, como camino de elevación y perfeccionamiento humano y espiritual.
El segundo opositor de la caridad cristiana, formidable, sutil y tremendamente deletéreo, es el ´espíritu del mundo´. Y no estoy pensando ya en la tendencia tan marcada de la cultura actual a buscar obsesivamente lo más cómodo, lo más fácil, lo más placentero, cosas que se refieren más directamente al egoísmo del que acabo de hablar. Hablo más bien de esa forma de pensar en el otro, de concebir al otro, de relacionarse con el otro, que en la práctica hace de las demás personas meros objetos al servicio de los propios intereses. Acontece de modo especial en las grandes ciudades: competencia a muerte entre instituciones y a veces entre personas, zancadilla a todo el que estorbe, intolerancia, impaciencia. En el mejor de los casos, las relaciones ´interpersonales´ se reducen a relaciones burocráticas, pragmáticas, meramente utilitaristas. Se aparenta amabilidad para conquistar clientela; se prestan favores para ganar benevolencia y protección; se lisonjea al potentado para obtener su patrocinio; se valora a los demás por lo que saben, por lo que tienen o por lo que pueden; en suma, cualquier relación interesa en la medida en que me ´sirve´; y el resto de los mortales: como si no existieran. Caminan muchos hombres por la vida como encerrados en escafandras, y llegan al término del camino sin apenas haber descubierto la existencia de semejantes.
Para ustedes las demás personas no deben ser ´cosas´ ´útiles´ o ´inútiles´. Son todos hijos de Dios. Son todos hermanos con los que Jesucristo se identifica. Sepan tratarlos como tales. No permitan que el espíritu del mundo carcoma y vicie en su corazón este vínculo profundo que liga a todos los hombres entre sí.
Y el tercer gran opositor de la caridad cristiana es la objetiva agresividad con que muchos nos reciben. Como ya he mencionado más arriba, su respuesta no debe ser la venganza, sino el perdón. Recordando que el mal se combate con el bien, según la sapientísima enseñanza de san Pablo: Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis [...] Tened un mismo sentir los unos para con los otros [...] sin devolver a nadie mal por mal; procurando el bien ante todos los hombres: en lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres; no tomando la justicia por cuenta vuestra [...] No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien (Rom 12, 14. 16. 17-19. 21).
* * *
Queridos miembros del Regnum Christi, tal vez muchos de ustedes podrán experimentar un sentimiento de fascinación y a la vez una sensación de impotencia ante el sublime y vasto programa que nos propone la caridad cristiana. No es para menos. Y en verdad no bastan la buena voluntad y las solas fuerzas humanas para llevarlo a cabo. Es tarea imposible para el hombre solo. Pero para Dios nada hay imposible.
Quisiera instar personalmente a cada uno de ustedes a buscar en Dios la ayuda que necesitan y les basta para ir poco a poco cambiando su corazón. Él es quien puede transformarnos interiormente, como lo prometió en aquellas hermosas palabras que nos ha transmitido el profeta Ezequías: Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas (Ez 36, 26-27).
Y en verdad que Dios Nuestro Señor ha cumplido esta promesa, ya que, como dice san Pablo, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom 5,5). Así pues, todos ustedes, que en el bautismo han recibido el don del Espíritu Santo, llevan en su alma la semilla del amor de Dios. Todos ustedes, por haber sido bautizados, tienen la capacidad real de cumplir el mandamiento nuevo del amor. Pídanle a Dios que haga crecer y fructificar esa semilla que llevan en el corazón. Pídanle intensamente que les conceda amar a todos sus semejantes con el mismo amor con que Él nos ha amado. Pídanle diariamente que conserve y acrezca el don de la caridad en todos los miembros del Movimiento, para que podamos dar un testimonio fehaciente de nuestra pertenencia a Cristo y de la verdad del mensaje que queremos llevar al mundo.
No puedo dejar de recomendarles asimismo que acudan asiduamente a ese medio extraordinariamente fecundo que Cristo quiso dejarnos como fuente de la unidad y del amor: su Eucaristía, ya que aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan (1 Cor 10, 7). Por la Eucaristía nos unimos íntimamente a Jesucristo y nos identificamos con Él. ¿Cómo no vamos a amar si «ya no vivimos nosotros, sino es Cristo quien vive en nosotros»? ¿Y cómo no vamos a amar a los demás, si en ellos vive el mismo Cristo, especialmente en aquellos que se han unido a Él por la comunión eucarística?
Mucho tiene que ayudarles también la contemplación del ejemplo admirable, silencioso y cándido, de la Santísima Virgen. Descubran en el Evangelio cómo se insinúa discretamente para dar una ayuda a quien pasa un apuro. Véanla, por ejemplo, en aquella boda celebrada en Caná (cf. Jn 2, 1-11): los nuevos esposos con sus respectivas familias y allegados están de fiesta; de pronto -un mal cálculo- se termina el vino; imposible continuar la fiesta si falta el vino. Pero ahí está Jesús; y ahí está María; y Ella sabe que su hijo puede remediar la situación. Bastó una palabra de la Madre. Así es Ella, olvidada de sí misma, atenta y servicial, siempre ocupada y preocupada de servir a los demás.
* * *
Voy a poner fin a esta carta. Las consideraciones aquí enunciadas se podrían aún prolongar y completar. Pero lo más importante no es discurrir en torno al amor, sino vivirlo. ¿Tendrán todos ustedes el valor y la generosidad de acoger este llamado que Cristo les lanza? ¿Serán ustedes pregoneros intrépidos del amor? ¿O habrá entre ustedes quien tenga la temeridad de dejar pasar la vida en una continua y culpable omisión? Recuerden que al llegar a la eternidad seremos examinados sobre una cosa sola: el amor.
A ustedes, miembros del Regnum Christi, junto con muchos otros cristianos que siguen otras sendas también queridas por Dios, les toca revivir en el mundo aquel clima de paz y de armonía que caracterizaba las primeras comunidades cristianas: La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad (Hch 4, 32-35).
Ustedes son los constructores de la nueva civilización. De ustedes se debe poder decir lo que un autor anónimo del siglo II decía con entusiasmo de los cristianos de aquella época: Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte; siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida, y sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad. Para decirlo con pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo (Carta a Diogneto).
La invitación apremiante que dirijo a cada uno de ustedes es que al terminar de leer estas páginas busque un momento propicio para reflexionar serena y reposadamente delante de Dios Nuestro Señor, y en un diálogo muy sincero con Él tome la resolución de entregarse a vivir y a enseñar a otros a vivir la caridad cristiana, a fondo, y si es preciso hasta el heroísmo. No es suficiente contentarse con exclamaciones de aprobación o con deseos vagos o emotivos. El compromiso que cada uno de ustedes asuma personalmente con Dios es lo que a fin de cuentas determinará la incidencia que el Regnum Christi tenga en la transformación de este mundo y en la edificación de la nueva civilización de la justicia y del amor.
Una ocasión sumamente apta para hacer la reflexión y tomar el compromiso que he mencionado será el próximo «Día del Reino», que como saben se celebra cada año en el día de Cristo Rey. Me dará una inmensa alegría saber que el próximo 21 de noviembre la Iglesia tendrá en ustedes un grupo de seguidores comprometidos a vivir seria y consecuentemente la esencia de la vida cristiana que es la caridad.
Con mi saludo y mi oración, me despido su afmo. y s.s. en Jesucristo,
Marcial Maciel, L.C.