El personaje central de todo catecismo ha de ser Nuestro Señor Jesucristo, su vida, sus enseñanzas, su amor al Padre, el envío del Espíritu Santo y el don de dejarnos por madre a su Madre. Hay que mantener la memoria activa para que esté en buen estado. Para tener mayor capacidad de memoria hay que sacar a nuestro sistema nervioso de la rutina a través de su ejercitación.
Uno de esos ejercicios puede ser aprender de memoria algunos puntos del catecismo. Escribía un sabio: “enseñar catecismo sin hacer aprender nada de memoria es formar ateos”. Lo que de niño se aprende de memoria quedará grabado en la mente para toda la vida.
Algunos dicen: “la filosofía, el arte y la ciencia hacen bueno a uno”. Sí, no lo negamos, pero no hay comparación con la influencia que un catecismo tiene para hacernos mejores. En cada página va repitiendo: sean buenos, sean pacientes, sean puros, perdonen, amen a Dios.
A los niños se les insiste poco que aprendan el catecismo. Los mayores imaginan que ya lo saben; muchos, jamás han leído el Evangelio. La mayoría llegarán al final de su vida sin haber leído ni una sola vez la Biblia. Leen montones de periódicos alarmistas y de libros basura y no gastan ni cinco minutos en conocer a Dios. Los padres de familia han de saber que lo que se aprende en familia es lo que se quedará para siempre.
Tenemos tiempo para comer, para estudiar, para trabajar, para ver televisión, para ir al cine, para conversar con los amigos, para dormir, pero no tenemos tiempo para Dios, y a él le gusta que le dediquemos unos minutos en exclusiva. Cada uno tiene tiempo para lo que quiere. Todas las excusas de falta de tiempo son meros pretextos. El niño tendrá tiempo para aquello que sus padres crean importante.
En ninguna época fue tan importante como hoy el instruirse en religión pues hay un ataque brutal contra Dios y los creyentes. Sus trampas son continuas y bien preparadas, y se hace necesario contra con argumentos para defender la fe y la moral. Dar catequesis y enseñar la diferencia entre el bien y el mal es el más grande de los apostolados. Este trabajo depende en un 99% de Dios y en un 1% de nosotros. El profeta Daniel escribió: “los que enseñan a otros la religión, brillarán como estrellas por toda la eternidad” (12,3).
La primera cualidad para ser buen catequista está en su buena conducta. El Papa Pío XII decía: “Los niños tiene malos oídos para escuchar, pero muy buenos ojos para observar”. Si quieres enseñar a ser amable, sé amable. La segunda cualidad del catequista es la piedad. La piedad consiste en saberse hijos de Dios y tratarle como Padre, con amor, y en ser agradecidos. Si quiere que los demás amen a Dios ha de empezar por amar él mismo a Dios. La tercera cualidad es la convicción profunda. Cuando uno está convencido de lo que dice, se vuelve orador sin darse cuenta y convence a los oyentes. “El nombre de cristiano exige una adhesión irrevocable a las verdades enseñadas por Jesucristo” (CEC, 88).
La cuarta cualidad es amar a los alumnos. Sin amor ni el niño ni el adulto aprenden. A la gente no se le puede hacer el bien si no se le ama. Hay que pedirle a Dios el amor al prójimo ya que es un don sobrenatural. La quinta cualidad es la paciencia. San Antonio Claret enseñaba hasta doce horas diarias sin sentir agotamiento porque estaba enamorado de Cristo y de las almas.
Si el catequista sabe mucho puede enseñar bien y puede acomodarse a distintos públicos y edades. Hay que usar un lenguaje sencillo para enseñar verdades profundas.
Un catequista dijo:
Jesús salió del sepulcro sin romper la losa.
¿Qué dijo?, preguntó un niño.
Que Jesús salió del sepulcro sin romper un plato.
Otro catequista enseñaba sobre el “misterio pascual”, y un adulto respondió:
“Yo al único Pascual que conozco es al sepulturero”. No demos por supuesto lo que no está entendido. Hay que enseñar deleitando. Preparemos nuestra clase para hacerla lo más simpática y agradable posible.
Aprender la moral nos ayuda a ser felices. Así, una mujer que aborta va a llevar sobre su conciencia una culpa que puede ser perdonada, pero si no lo sabe, sufrirá. Dice la Escritura: “A todo el que le quite la vida a un ser humano, Yo mismo se la cobraré” (Génesis 9,5). Sólo el perdón de Dios puede quitar el remordimiento.
Para que nuestra fe se construya sobre bases firmes y resistentes, Jesús nos habla de miles de cosas cotidianas que debemos advertir, valorar y agradecer: el atardecer, los árboles, las flores y cantos, los niños... Dios está en lo simple, en lo humilde, en lo pequeño. ¡Cuántas veces aprendemos de los mismos niños! Una vez daba catecismo en un atrio y señalando con el índice el Sagrario les dije a los niños:
¡Allí, en el Sagrario, está Dios, está Jesús!
En la Iglesia no se señala-, me corrigió.
Encomendémonos al Espíritu Santo para que sepamos transmitir el afán de aprender la buena nueva.