El Concilio Vaticano II es el concilio de nuestro tiempo y uno de los más importantes de nuestra historia. Es convocado por el Papa Juan XXIII. Cuando a Juan XXIII le preguntaron: ¿Por qué hacer un concilio? Su respuesta fue profética:
—“Porque necesitamos abrir una ventana. Necesitamos aire fresco”.
No se trataba de sancionar doctrinas o condenar errores. Se trataba de una renovación de la vida de la Iglesia, de tener un diálogo con el mundo. No se trataba de hacer diagnósticos deprimentes sino de dar remedios alentadores y mensajes de esperanza.
El Concilio habla de que todos los bautizados han de buscar la santidad y hacer apostolado. Juan Pablo II recordaba: “Precisamente porque el hombre es un ser personal, no se pueden cumplir las obligaciones para con él si no es amándolo” (Memoria e identidad, Planeta, México 2005, p. 165)
El apostolado se fundamenta en el trato personal, en la amistad y en el cariño, y así la confidencia surge espontánea. Hemos de ir por un plano inclinado con los amigos y con los hijos. Primero lo humano: la amistad, las virtudes, el trabajo bien hecho, el estudio... Luego, ponerles metas alcanzables: tres minutos de oración, rezo del Rosario o de unos misterios, ofrecer el trabajo con miras apostólicas, ofrecer una pequeña molestia por las personas de África.
Hemos de entender la amistad en el sentido más pleno, no solamente para dar cariño sino para comunicar la Verdad. La simpatía natural nos dispone al verdadero encuentro, dice Alfonso López Quintas. “Si soy simpático con una persona porque tengo el hábito de la generosidad, suscito en la otra persona un sentimiento de confianza hacia mí y la muevo a abrirse y hacerme confidencias, pues confía en que le seré fiel porque soy fiable”.
Las actitudes para que se dé un encuentro profundo con otra persona son: generosidad, veracidad, fidelidad, cordialidad... Estas características del encuentro se denominan virtudes. Al comportarme una y otra vez de modo generoso, veraz, fiel, cordial..., voy adquiriendo el hábito de vivir virtuosamente. Entre los hombres –enseña el Papa San León- se da una fuerte amistad cuando les ha unido la semejanza de costumbres (Homilía 12,1).
El “yo profundo” tiene una indecible fascinación, y es en el encuentro amistoso donde no se teme liberar el secreto de su ser. Y después de haber comunicado libremente su “yo” y haberlo ofrecido a la libre acogida del otro, el amigo puede volver a empezar su itinerario sin fin, del descubrimiento de sí mismo y del otro.
A veces se hace necesario corregir a alguna de nuestros amigos, poner allí suavidad, que vean que no estamos enojadas o molestas sino que queremos su bien... Otras veces se trata de compartir alguna experiencia.
Escribe San Josemaría: “De acuerdo: mejor labor haces con esa conversación familiar o con aquella confidencia aislada que perorando -¡espectáculo, espectáculo!- en sitio público ante millares de personas. Sin embargo, cuando hay que perorar, perora” (Camino, n. 846). (Perorar: es pronunciar un discurso).
San Agustín hace un elogio de la amistad: “Dos cosas son necesarias en este mundo: la vida y la amistad. Dios ha creado al hombre para que exista y viva: en eso consiste la vida. Mas para que el hombre no esté solo, la amistad es también una exigencia de la vida (Sermón 16,1, PL 46, 870). Y además, “si no tenemos amigos, ninguna cosa de este mundo nos parecerá amable”.
Santa Margarita María de Alacoque dice que la persona devota del Sagrado Corazón lo que más desea es la conversión de los pecadores y el advenimiento del Reino de Dios. San Josemaría Escrivá decía: Si amas al Señor, “necesariamente” has de notar el bendito peso de las almas, para llevarlas a Dios (Forja, n. 63).
Todos los éxitos apostólicos de Juan María Vianney, el pobre cura de aldea, que había pasado mucho tiempo por un espíritu inepto para toda ciencia humana, todas sus victorias sobre la incredulidad, todos sus triunfos sobre los corazones endurecidos, han de atribuirse a su santidad, es decir, a su potencia de amor y a su culto al Sagrado Corazón. Los amigos del Sagrado Corazón son amigos de la Cruz. Sólo mediante este amor se conseguirán los éxitos prometidos (cfr. León Cristiani, Santa Margarita María y las promesas del Sagrado Corazón, Ediciones San Pablo, México, 1997).
La vida del espíritu se acrecienta cuando se comparte.
Lo expresa bien Machado:
Moneda que está en la mano
tal vez se deba guardar,
La monedita del alma
se pierde si no se da.