Padre Fernando Pascual L.C.
Una experiencia, una Persona
Muchos adolescentes y jóvenes dejan de ir a misa, no se confiesan, se alejan de la fe, viven incluso en peligro de pecado. Quizá porque no saben lo que dejan, o porque no les hemos enseñado bien aquello que nos distingue como cristianos, que nos hace vivir con una alegría profunda y con algo mucho más grande: amor.
Muchos católicos piensan su fe cristiana en clave dicotómica. Por un lado, encuentran en ella una espiritualidad bellísima, un mensaje maravilloso, una esperanza y un proyecto para vivir sólo en el amor. Por otro, ven una serie de mandamientos y de “normas” que sienten como una camisa de fuerza o como tijeras que cortan las alas de sus sueños y que impiden vivir según el progreso de la sociedad.
Los años pasan y dejan sus heridas. Cicatrices, caricias, penas, alegrías. La memoria recoge tantos datos, mientras otros quedan, tal vez, olvidados por muchos meses o años en los misteriosos “armarios” del recuerdo.
Eres así: sencilla, sin pretensiones, sin soberbia, sin hambre de aplausos. Una sencilla flor de campo, sin nombre, sin historia, sin barreras defensivas, sin miedos al viento, a la lluvia, al granizo, al hombre caprichoso.
La Iglesia existe y nace porque es llamada, porque es amada. El primer paso vino desde Dios: nos ha creado, nos ha rescatado, nos ha ennoblecido infinitamente al hacernos hijos en el Hijo.
La experiencia más profunda de nuestra fe cristiana radica en descubrir y acoger ese amor divino. Un amor que no merecíamos, que nos fue dado gratuitamente, más allá de todas nuestras expectativas, de nuestras súplicas, de nuestras necesidades, de nuestras heridas y pecados.
Verano, tiempo de descanso, tiempo de arreglos, tiempo de viajes, o tiempo de trabajo. Una misma palabra nos pone ante mil sueños, planes, esperanzas más o menos realizables.
Hay quien vive el verano como un momento para romper con la monotonía de lo ordinario. Busca ansiosamente lo nuevo, lo atractivo, aquello que tanto se quiere hacer desde hace tiempo. Recorrer lugares nunca vistos, observar paisajes exaltantes, saludar a personas que viven de un modo distinto, quizá con otra lengua, en poblados donde no ha llegado, todavía, un cable eléctrico...
“Ningún viento es favorable a quien desconoce a qué puerto se dirige”, decía Séneca.
Existe el peligro de ir por la vida sin tener clara la meta, sin saber a qué puerto vamos.
Es verdad que muchas veces apuntamos hacia metas provisionales, hacia pequeñas escalas en el camino de la vida. Este año orientamos nuestro esfuerzo en terminar bien los estudios universitarios. Luego iremos en busca de un trabajo, de una casa, de un esposo o esposa, de una familia. Más adelante, trabajaremos por aquello que pueda ser mejor para los hijos.
Hay quienes sufren cada vez que viajan en carretera o en avión. En esos momentos se sienten sumamente frágiles, vulnerables. Basta un pinchazo en una rueda, un golpe de sueño, una avería en los motores, y cambia toda una existencia, o llega, inesperada, la temida muerte.
Estos temores pueden crear angustias patológicas, pero bien aprovechados pueden ayudarnos a recordar lo frágil que es la vida humana.
La vida de cada hombre es, simplemente, un camino de esperanza puesta en acto.
¿Qué esperamos? Esperamos terminar los estudios, encontrar trabajo, formar una familia. Esperamos la llegada de los hijos, verlos crecer sanos y buenos. Esperamos ir de vacaciones, o acoger al abuelo que viene a visitarnos, o encontrar a un amigo enfermo. Esperamos que mejore la situación de la propia nación, que terminen las guerras, que desaparezca el hambre de los niños.
Vocación y familia
Para muchos es un momento realmente difícil. El hijo, la hija, sabe que ha sido llamado por Dios. Ha sentido algo en su corazón, ha reflexionado, ha hablado con un sacerdote para pedir luz y consejo. Por fin, llega a esta sencilla conclusión: “Dios me quiere para sí, Dios me llama a servirle con una donación de toda vida en la Iglesia”.