La vida de cada hombre es, simplemente, un camino de esperanza puesta en acto.
¿Qué esperamos? Esperamos terminar los estudios, encontrar trabajo, formar una familia. Esperamos la llegada de los hijos, verlos crecer sanos y buenos. Esperamos ir de vacaciones, o acoger al abuelo que viene a visitarnos, o encontrar a un amigo enfermo. Esperamos que mejore la situación de la propia nación, que terminen las guerras, que desaparezca el hambre de los niños.
Toda nuestra vida avanza desde grandes y pequeñas esperanzas. “A lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los periodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida” (Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi” n. 30).
Muchas veces, sin embargo, llega el momento del fracaso, o sentimos el peso del cansancio, o nos domina una extraña apatía. Lo que tanto anhelábamos resulta imposible. Lo que esperábamos por meses nunca se realizará. Lo que tal vez empezamos a gustar, a gozar profundamente, muestra su caducidad y nos deja una extraña sensación de vacío en el alma.
Las esperanzas de aquí abajo pasan rápido, están heridas por una imperfección profunda. Ciertamente, son necesarias: sin ellas no daríamos ningún paso. Pero no bastan. Nada en esta tierra es capaz de llenarnos por completo.
Nuestro corazón está enfermo de infinito, de un amor y de una vida que no acaben y que no cansen. Nuestra mente se abre continuamente a nuevas fronteras y a más esperanza, a la “gran esperanza”. La verdadera meta es una, maravillosa, eterna: Dios.
“Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto” (Benedicto XVI, “Spe salvi” n. 31).
Miramos al cielo y buscamos una “gran esperanza”, una mano, una mirada, un corazón humano en el Dios bueno. Un corazón que nos acoge, nos levanta y nos ama infinitamente, en el tiempo y en lo eterno.