Los años pasan y dejan sus heridas. Cicatrices, caricias, penas, alegrías. La memoria recoge tantos datos, mientras otros quedan, tal vez, olvidados por muchos meses o años en los misteriosos “armarios” del recuerdo.
Miramos hacia atrás, observamos el presente, nos asomamos al futuro. Quisiéramos saber qué es esto de la vida, por qué nacemos, por qué sufrimos, por qué amamos, por qué morimos. Quisiéramos saber si lo más grande fue un gozo intenso o un dolor acogido para dar alegría a un amigo; si lo más importante fue el dinero que ganamos o el tiempo que dedicamos a estar junto a un enfermo; si lo más decisivo fue el título sobre la cama o ese trabajo humilde en el cada día servimos a los que viven a nuestro lado.
Miramos unas tumbas, descubrimos nombres y fechas, fotos y flores. Intuimos que hubo historias, que algunos aún recuerdan a sus difuntos, hombres y mujeres que estuvieron un tiempo en esta tierra y han viajado a nuevos rumbos.
Quisiéramos tener una luz que explicase tantos misterios. Una luz que diese sentido al trabajo y al cansancio, a la paz y a los fracasos, a la justicia y a la calumnia, a las ofensas y al perdón sincero. Una luz que nos permitiese mirar a la frontera de la muerte no con miedo, sino con esperanza: no todo termina aquí abajo, no todo quedará sellado bajo una tumba de cemento.
Dios ha abierto el cielo, ha enviado a su Hijo, ha ofrecido amor, ha perdonado sin medida. Dios ofrece un banquete a quien, humilde y sencillo, haya vivido para acoger amores y para amar a todos, sin miedos, sin distinguir idiomas o huellas dactilares.
Dios ha aceptado que su Hijo caminase entre polvos y sonrisas, entre aplausos y verdugos, entre amigos y traiciones, entre pozos de agua fresca y desiertos de afectos. Dios ha aceptado que Jesús sufriese la injusticia, fuese atado como bandolero, fuese azotado como deshecho humano, fuese humillado hasta niveles insospechados.
Así sufrió Jesús: como tantos millones de hombres y mujeres que sufren hambre y sed, que lloran y son encarcelados, que son perseguidos por causa de la justicia, que luchan por ser limpios de corazón en un mundo de pecado, que son calumniados y criticados por quienes no conocen caminos de misericordia. Como tantos millones de cristianos que suben cada día a su pequeño calvario con la esperanza cierta de que el Sepulcro no fue la última página de la historia, de que el Señor Jesús resucitó como primicia, como consuelo, como fuerza, de todos los que siguen sus huellas, de todos los que aceptan, hasta la última gota del cáliz, la Voluntad del Padre de los cielos.
Como tantos hermanos nuestros que han descubierto, desde los ojos del Nazareno, que la vida tiene un sentido, que el amor lo explica todo, que cada día nos acerca a un abrazo de cariño eterno.